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El Abisinio - Rufin Jean-christophe (бесплатные онлайн книги читаем полные .TXT) 📗

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La senorita De Maillet tambien estuvo presente en la comida. Para llamar la atencion, el padre Versau evoco minuciosamente la mision de Etiopia que habia encomendado el Rey. En cambio el consul considero aquella confidencia inutil y peligrosa y se hizo la promesa de hablar aquella misma noche con su hija para aclararle que el tema debia tratarse con suma discrecion. El almuerzo estuvo muy animado. El padre Versau comento las informaciones que se tenian sobre los emperadores abisinios, segun los testimonios de los jesuitas que habian convertido a uno de ellos a comienzos de siglo. Reconstruyo el relato de la injusta expulsion de aquellos misioneros y de las grandes persecuciones que siguieron. Las damas estaban indignadas. A continuacion recordo lospeligros de la mision que pronto iba a emprender viaje y hablo de la crueldad del clima y de los hombres. La comida concluyo con una especie de estupor voluptuoso. El consul tuvo que reconocer que en muy pocas ocasiones la casa habia conocido tanta animacion y alegria, pese a la seriedad del asunto. Solo se juzgo con cierto rigor a los dos jesuitas que estaban de visita. Al primero, De Brevedent, porque estuvo taciturno durante toda la comida, y al otro, mas colorado que nunca, porque se habia adormilado al tercer vaso.

Mientras retiraban la mesa, el lacayo anuncio al senor Poncet. Las damas se retiraron y los hombres acordaron recibirlo en la sala de audiencia del consulado, bajo el retrato del Rey, con el cafe.

Poncet no se habia tomado la molestia de cambiarse de ropa, y por encima de la camisa lucia una levita azul oscuro, demasiado corta y sin abotonar. Ni sombrero, ni punos de encaje, ni baston; llevaba el pelo suelto, y sus rizos negros se agitaban al mover la cabeza; sus manos finas, con las puntas de los dedos verdosas, se paseaban por el aire en cuanto hablaba con un poco de entusiasmo. Saludo cortesmente al consul y a los tres curas, mirandolos a los ojos uno por uno. El padre Versau, sentado en un sillon situado practicamente debajo del retrato del Rey, hablo con gran majestad.

– Senor Jean-Baptiste Poncet -empezo a decir solemnemente-, ?se halla en condiciones de anunciarnos oficialmente que esta de acuerdo en personarse en la corte del Rey de Abisinia con el fin de llevarle un mensaje de Su Majestad Luis XIV?

El rostro de Poncet se ilumino con una gran sonrisa.

– ?Senores mios, parece que tienen prisa! -dijo riendo-. Tengan en cuenta que estoy de pie, que he trabajado toda la manana y que he venido andando por unas calles practicamente solitarias, porque nadie osaria aventurarse a salir con este calor. Por lo demas, aqui veo cafe y galletas…

– Tiene usted razon -exclamo el consul, un poco aturdido con tanta premura-. Tome asiento. ?Que podemos servirle? Mace, por favor, una taza de cafe con azucar para el senor Poncet.

Al cabo de un momento, el joven estuvo surtido de todo. Se bebio el cafe lentamente, desvio la conversacion por otros derroteros para comentar el retrato del Rey y su restauracion, y hablo de los arboles que habia visto al entrar en el jardin del consulado. Cuando sus interlocutores se hubieron apaciguado por completo y la charla se torno mas espontanea, retomo el asunto.-Asi que desean enviarme a curar al Rey de Reyes… La idea es buena, excelente incluso. Cuanto mas lo pienso, mayor es mi convencimiento de que realmente solo un medico podria introducirse en ese pais sin que le dieran muerte al instante. Pero… ?por que piensan que el Emperador necesita mis servicios?

– Lo sabemos de muy buena fuente -contesto el consul-. El mismo ha mandado a una persona en busca del auxilio de un medico. El mensajero encargado de esa mision esta en la ciudad y es el hombre que viajara con usted.

– ?Esperemos que el Rey no haya muerto antes de mi llegada! En fin, ya veremos.

– En cualquier caso, hay que intentarlo -anadio el consul.

– Al asunto de salud -intervino el padre Versau, que adopto un tono mas familiar-, hay que anadir el mensaje que debera llevarle de nuestra parte.

– ?De que se trata exactamente? -pregunto Jean-Baptiste.

– Ahi vamos -dijo el padre Versau, complacido por fin de ir al grano-. En primer lugar debera ganarse la confianza del Emperador abisinio mediante los cuidados que vaya a prodigarle. Y despues, incluso antes, tendra que anunciarle solemnemente que usted es un mensajero de Su Alteza Luis XIV. Le dara a conocer que el Rey de Francia muestra un gran interes por el reino cristiano de Abisinia. Por otra parte, contamos con que le describira detalladamente la grandeza sin par, el inmenso poder y la santidad del soberano frances. Se trata simplemente de estimular al Negus para que comprenda que la mayoria de los principes de Occidente han aceptado rendir homenaje al Rey de Francia y que, como Rey de Etiopia, tambien debe tratar de ser iluminado por esa gran luz y volverse hacia ella.

– Confio en alcanzar tan hermosas aspiraciones -dijo Poncet-. Pero ?que efecto practico espera sacar de todo esto?

– Queremos que el Negus envie, a cambio, una embajada a Versalles -respondio el padre Versau-. Tendra que ser una embajada fastuosa. Nuestra idea es que la presida un hombre de confianza del Emperador y que lo acompanen varios representantes de las familias nobles y de su entorno. Por ultimo, y esto es muy importante, seria muy conveniente que algunos abisinios jovenes fueran a estudiar a Paris, al colegio Luis el Grande. Asi manifestarian el reconocimiento que el mundo entero expresa a nuestra gloriosa lengua, nuestra cultura y nuestras ciencias.-?Me dara una carta a este proposito? -pregunto Poncet.

– Una carta oficial y provista, como debe ser, de todos los sellos oportunos -intervino el consul.

– Pero es preciso que la guarde con sumo cuidado -puntualizo el padre Versau-, pues solo debera entregar el mensaje al Negus en persona.

– Me parece que he entendido bien -dijo Jean-Baptiste-. Ahora, si ustedes tienen a bien considerar las cosas desde mi punto de vista, diremos que esta mision es secundaria.

– ?Secundaria? -exclamo el consul sorprendido.

– Si, secundaria, pues estara de acuerdo conmigo en que mi trabajo es mas importante que la diplomacia. Voy alli para curar al Emperador. Y eso es lo que debemos discutir.

– ?Que tenemos que discutir? -pregunto el consul-. Usted solo tiene que decirnos si o no, y eso es todo.

– Perdon, Excelencia -dijo Jean-Baptiste-, pero a mi me parece que hay muchos detalles pendientes. Y el primero de todos, ?a cuanto ascenderan mis honorarios?

– ?Sus honorarios! -protesto el padre Versau-. Pero senor, se trata de cumplir una voluntad del Rey. El honor…

– Cada uno busca aquello que no tiene -le interrumpio Poncet, tosiendo-. Y lo que a mi me falta es dinero.

El consul miro con estupefaccion al padre Versau.

– ?Como quiere que cure a los pobres -continuo Jean-Baptiste, que no parecia inmutarse por el largo silencio- si los ricos no me pagan?

– Senor -dijo al fin el padre Versau-, el Emperador quiere un medico, y el le pagara los honorarios. Nosotros solo nos haremos cargo de los gastos del viaje.

– Me parece razonable -dijo Poncet, mordisqueando una galleta con sabor a canela-. Ya me las arreglare con el Emperador respecto a los honorarios. Pero puntualicemos un poco mas la cuestion de los gastos.

Durante la ardua conversacion que tuvo lugar, el medico le arranco al consul la promesa -de la que quedaria constancia por escrito- de pagar su equipamiento para el viaje, asi como una indemnizacion por el trabajo que no podria llevar a cabo como consecuencia de su larga ausencia. Consiguio que le pagaran por adelantado el instrumental de medicina que se llevaria, con el pretexto de que podria sufrir danos o extraviarse, y ademas exigio ropas de abrigo y armas. A esto se anadio los aparejos de montar para la expedicion, asi como una determinada cantidad de dinero para contentar a todos los reyezuelos de las tierras por las que tendria que pasar.

El consul dio su consentimiento a todo, aunque estaba horrorizado por semejante dispendio, y decidio escribir aquel mismo dia a su pariente, el senor De Pontchartrain, para endosarle los gastos.

– Bien, acepto -dijo finalmente Jean-Baptiste-. Ire a Abisima cuando ustedes quieran.

Todos los presentes experimentaron una reaccion de alivio.

– Solo un detalle -dijo el padre Versau, que se afanaba en que todo quedara atado y bien atado. Y senalando con el dedo a su colega, anadio-: El padre De Brevedent sera su acompanante.

– ?Un jesuita en Abisinia! -exclamo Poncet-. Pero si hace cincuenta anos que los emperadores los declararon sus enemigos… Padre, es un riesgo que nadie querria asumir.

– No es usted quien lo asume -dijo el padre Versau con firmeza-. Se trata de las ordenes del Rey. Y como bien dice usted, aquello ocurrio hace cincuenta anos. Puede que las cosas hayan cambiado. De todas formas, tranquilicese, no estamos hablando de que el padre De Bredevent viaje como jesuita. Aqui, nadie conoce a este padre, es un simple viajero, y alli solo sera, digamos, su criado.

Poncet cruzo una breve mirada con el padre De Brevedent, que parecia como que le hubieran dado un mazazo.

– Vale por lo de criado, si el esta de acuerdo -dijo Poncet.

Luego, volviendose hacia el jesuita, agrego:

– Lo llamaremos… ?Joseph? ?Que dice usted, padre?

De Brevedent miro al suelo.

– Ya que estamos organizando la expedicion -dijo Jean-Baptis-te-, tengo un socio que me resulta indispensable. Si pudiera acompanarnos…

– ?Un hugonote! -exclamo con virulencia el consul.

Al oir estas palabras, el padre Versau se levanto de su asiento.

– Senor, me parece que hemos satisfecho todas sus exigencias. No vaya mas lejos. No podemos implicar a un emigrante en un asunto relacionado tan estrechamente con el Rey y nuestra Iglesia. Me parece que es bastante facil de comprender. Asi que no se hable mas.

Poncet, que ni siquiera habia informado al maestro Juremi sobre esta cuestion, no considero provechoso librar esta batalla, perdida de antemano, y las cosas quedaron asi.Antes de que el consul acompanara a Poncet hasta el vestibulo, los compromisos se reiteraron con toda solemnidad. A su regreso se hizo palpable que todos estaban visiblemente satisfechos. El diplomatico se unio a aquel concierto de acciones de gracia. Mace, siempre tan realista, hizo la siguiente observacion con aire sombrio:

– Ahora solo hay que convencer a Hadji Ali de que renuncie a viajar con los capuchinos.

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