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La Joven De Las Rosas - Kretser Michelle de (книги онлайн бесплатно без регистрации полностью txt) 📗

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En realidad, fue el mas leve de los besos.

Cuando ella se aparto y lo miro, el empezo a hablar de una obra de teatro que habia visto en Paris.

La rosa que Sophie aun tenia en las manos era una variedad que contaba al menos tres siglos de antiguedad: un arbusto vigoroso, de muchas ramas y forma poco cuidada, de floracion prolongada y flores de agradable fragancia y muchos petalos. Estas tenian un centro intrincado, y al abrirse eran de un color rosa calido si bien suave; mas adelante los petalos se doblaban hacia atras y se tornaban de un delicado rosa cremoso, pero en el corazon de la flor siempre perduraba el tono mas intenso.

En frances esa rosa se conoce como Cuisse de nymphe emue. Por su color caracteristico, como el de la sangre bajo la piel blanca cremosa, que sugeria (?por que no?) el tenue calor que asciende por el interior del muslo de una ninfa en estado de excitacion sexual. Un concepto tipicamente frances: erudito, erotico, excesivo.

Los ingleses se inclinan por una metafora mas decorosa y la llaman Maiden's Blush, Rubor de Doncella.

5

En la habitacion del piso de arriba del Cafe de la Victoire, sentados alrededor de una mesa, redactaban el borrador de la carta que se proponian enviar al rey. De vez en cuando un cliente que disponia de tiempo inquiria el origen del nombre del cafe. Nadie lo sabia con seguridad, y menos aun Bonnefoy, el taciturno dueno que solo hablaba cuando la conversacion era inevitable. Aun asi, mientras los prusianos avanzaban ese verano con constancia prusiana, el Victoire hacia su agosto; como si una magia compasiva pudiera dar marcha atras a las vicisitudes del ejercito revolucionario. O tal vez sencillamente porque hacia calor, o porque la hija mayor de Bonnefoy era exageradamente guapa, o porque con una guerra en marcha y la patrie declarada oficialmente en peligro, la gente buscaba distraccion. El teatro municipal tambien estaba haciendo sus buenas taquillas.

Fue Mercier quien insistio en cerrar la ventana, a pesar del calor. Aficionado a los secretos, adoraba el tufillo de la conspiracion. Joseph, sudando en mangas de camisa, se pregunto irritado por que Ricard consentia tal disparate; la ventana daba a una caida de cinco metros, una franja de patio hedionda e infestada de ratas, y un muro de ladrillo. Ademas, no podia decirse que su accion fuera clandestina: la carta se leeria en alto y seria formalmente aprobada en la reunion de la noche siguiente. Pero el carnicero dirigio un gesto de asentimiento hacia Mercier y cerro el mismo la ventana.

Era asimismo Mercier quien tenia la hoja de papel ante el y garabateaba: «Tus deberes son nuestros derechos. Tomaremos las medidas que sean necesarias para proteger las libertades por las que hemos luchado; no toleraremos ninguna oposicion; castigaremos a todo traidor, sea quien sea».

Tes devoirs. Tus deberes. Joseph sabia que era pueril el placer que le producia el uso del tratamiento familiar para dirigirse al rey, pero no pudo evitar sonreir. Dio vueltas a la frase en la boca, saboreandola como si fuera un dulce: Tes devoirs.

– ?Decias algo? -Mercier no se molesto en disimular su impaciencia. Siempre habia esa sensacion de que en cualquier momento el aire entre ambos podia tensarse y partirse.

– ?«Las libertades por las que hemos luchado»? Yo pondria «obtenido».

Los demas asintieron en senal de aprobacion. Mercier se encogio de hombros, tacho su frase y la sustituyo por la sugerencia de Joseph.

Luzac, sentado frente a Mercier, estiro el cuello para leer que habia escrito.

– ?No sonaria mejor «los derechos de tu pueblo»? Eso es lo que yo pondria: «Tus deberes son los derechos de tu pueblo».

– ?De veras? Eso es interesante. Pero la cuestion es que nosotros no somos su pueblo, no le pertenecemos, por mucho que quiera creerselo el o -aqui Ricard inserto una pausa infinitesimal- los elementos reaccionarios.

La cara redonda y palida de Luzac se volvio mas redonda y mas palida. Tamborileo con los dedos en la mesa.

– Estoy de acuerdo. No lo cambio. -Mercier leyo otra vez la carta-. Pero, tal vez, «eliminar» en lugar de «castigar», ?no les parece? -Su pluma se apresuro a hacer la correccion.

Redactar un borrador era un proceso inevitablemente largo y pesado. Aguijoneado tal vez por esa reflexion, el abogado Chalabre hablo por primera vez.

– Deberiamos dejar totalmente claro que estamos acusando al rey directa y personalmente. Yo pondria algo como: «Con tus acciones estas paralizando la Constitucion».

Tes actions. Joseph disimulo una sonrisa con el pretexto de secarse la boca.

– Excelente. -Mercier continuo, leyendo en alto mientras escribia-: «Nosotros, los ciudadanos patrioticos de Castelnau, haremos todo lo que este en nuestra mano para resistir tal sabotaje».

– «Tu sabotaje» -corrigio Chalabre.

– «Tu traicionero sabotaje. -Joseph continuo-: Hemos…», no, «el pueblo de Francia ha echado por tierra tus planes; no vacilaremos en… derrocarte».

– «Derrocarte» no tiene fuerza -dijo Luzac-. Nos hace parecer timidos. ?Que tal… «erradicarte»?

Ricard, llenando su pipa, miro a Joseph y sonrio. ?Luzac, el radical!

– Destruir -dijo Mercier, escribiendo con furia-. «No vacilaremos en destruirte.» -Habia incorporado un periodico, Le Citoyen, a su negocio de impresor y ahora dedicaba la mayor parte de su tiempo a el. Castelnau devoraba sus incendiarios editoriales y los articulos que escribia bajo una variedad de seudonimos. Partiendo de la mas seca de las declaraciones de la Asamblea, transformaba la politica en una estremecedora e ineluctable pasion: examinate el corazon y descubriras alli instalada la Revolucion.

Chalabre comia pepinillos, por los que sentia debilidad.

– Esto servira -dijo lamiendose los dedos como un gato-, servira pero que muy bien.

Obeso y carente de atractivo, Luis XVI vagaba por su palacio-prision como un animal torpe y lento mientras debajo de sus ventanas los castanos echaban timidas hojas verdes. Veto la sentencia de muerte de la Asamblea contra los emigrados monarquicos que se sospechaba que conspiraban contra la patria. Veto el decreto que exigia a los curas jurar lealtad a la Constitucion, o ya verian; luego se opuso a la devastacion de todo cura cuya desobediencia fuera senalada por veinte feligreses. Para agravar tales estupideces, veto la propuesta de su ministro de la guerra de montar en Paris un campamento armado de varios miles de revolucionarios procedentes de las provincias para defender la capital del ataque enemigo.

Como los demas clubes de provincias, los Patriotas de Castelnau se veian obligados a desahogar en tinta su colera. Ese verano llegaron cartas de toda Francia, tensas de justificada indignacion, temblando de frustrada determinacion.

Los parisinos no perdieron tiempo en invadir las Tullerias. Obligaron a Luis el Falso -el Paso en Falso, en la memorable frase acunada por Mercier- a ponerse un gorro rojo y beber a la salud del pueblo soberano. Un estilo de vida se desvanecio al deslizarse por el redondo y blanco cuello real. Chalabre abrio su navaja y corto un pepinillo. A continuacion puso el plato en el centro de la mesa. Nadie lo probo. Iba a ir a Paris y llevaria consigo la carta. Pensaron en multitudes, hombres chocando unos con otros en enormes pasillos y hablando con urgencia, con las cabezas juntas. No podian evitar odiar al abogado un poco.

Un gato maullo en el patio y sobresalto a Mercier, que emborrono la copia pasada a limpio de la carta.

– Servira perfectamente de momento -dijo Ricard en voz baja-. Pero no deberiamos enganarnos a nosotros mismos creyendo que va a lograr algo. Mientras el rey viva, sera un foco de sentimiento contrarrevolucionario.

No miraba a nadie en particular, pero Luzac empezo a tamborilear de nuevo con los dedos.

– No haga eso… es muy irritante -bufo Mercier.

Joseph reparo en las ojeras del impresor y se pregunto cuanto dormia.

Luzac apoyo despacio la mano izquierda en la mesa. Lo observaron, esperando a ver que tenia que decir. Luego se sorprendieron apartando la mirada de la otra manga, sujeta al munon de su hombro. El alcalde sonrio. Habian circulado por Castelnau cartas protestando por la invasion del palacio y el maltrato de la familia real. Sabia que Ricard sospechaba que el estaba detras de al menos una de ella. Pero el habia dado su brazo derecho por la Revolucion; ?quien de los presentes podia decir lo mismo? Sus palidos y gruesos dedos se cernieron sobre el plato de pepinillos en vinagre.

Tras llamar, entro la hija de Bonnefoy. Sonrio a todos, puso los vasos sucios en una bandeja y les pregunto si querian algo. Inclinandose sobre Mercier, limpio la mesa frente a el.

Joseph trato de no quedarse mirando, pero se quedo hipnotizado por una gota de sudor que se deslizaba por el exquisito escote y se metia en la blusa. Sin pensar, se quito los anteojos y volvio a ponerselos rapidamente.

Mercier dijo algo a la joven, que habia rodeado la mesa y volvia a estar muy cerca de el, y ella sacudio la cabeza, riendo. El deslizo una mano hasta sus nalgas y todo el cuerpo de ella se volvio hacia el, abriendose invitadora como una flor.

Ella debia de tener… ?quince? ?Dieciseis anos? Su piel aun no habia perdido la cualidad de absorber y reflejar simultaneamente la luz. Joseph se obligo a apartar la mirada y concentrarse en volver a llenar su vaso.

En la puerta, ella se volvio por ultima vez y envio un beso a Mercier. El impresor le dijo adios con la mano; su rostro de facciones angulosas estaba distendido en una sonrisa.

No era la primera vez que Joseph habia presenciado el efecto que tenian en las mujeres los ojos azabache y el pelo negro y desordenado de Mercier. Buena planta: ?donde estaba la revolucion que iba a enmendar la injusticia de semejante loteria?

Ricard hablo con tono desapasionado, inexpresivo.

– Bueno, si todos estamos satisfechos… es hora de volver a casa al lado de nuestras mujeres.

Chalabre y Luzac murmuraron algo, asintieron y empezaron a recoger sus cosas. El abogado pesco el ultimo pepinillo, lo comio de dos bocados y se limpio los dedos en una servilleta.

Mercier y Ricard se miraron, uno a cada lado de la mesa. Al cabo de un momento el impresor bajo la mirada y junto sus papeles.

– Creo que comere algo antes de volver a la imprenta -dijo sin dirigirse a nadie en particular.

Joseph recordo que la mujer de Mercier habia dado a luz a su primer hijo hacia cuatro o cinco meses. ?No le habia dicho alguien, quiza Ricard, que volvia a estar embarazada?

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