Samarcanda - Maalouf Amin (читать книгу онлайн бесплатно полностью без регистрации txt) 📗
Solo pude confesar mi total ignorancia.
– Cuando Egipto se sublevo contra los ingleses -prosiguio Rochefort- fue por el llamamiento de este hombre. Todos los eruditos del valle del Nilo lo invocan, lo llaman «maestro» y veneran su nombre. Sin embargo, no es egipcio y solo ha estado en ese pais una breve temporada. Exiliado a las Indias, logro suscitar, alli tambien, un formidable movimiento de opinion. Bajo su influencia se crearon periodicos y se formaron asociaciones. El virrey se alarmo y ordeno expulsar a Yamaleddin que, entonces, decidio instalarse en Europa y, primero desde Londres y luego desde Paris, prosiguio su increible actividad. Colaboraba regularmente con L'Intransigeant y nos veiamos con frecuencia. Me presento a sus discipulos, musulmanes de las Indias, judios de Egipto, maronitas de Siria. Creo que fui su mas intimo amigo frances, pero desde luego no el unico. Ernest Renan y Georges Clemenceau lo conocieron bien, y en Inglaterra gente como Lord Salisbury, Randolph Churchill o Wilfrid Blunt. Victor Hugo, poco antes de morir, tambien lo conocio. Esta misma manana he estado repasando algunas notas sobre el, que tengo intencion de incluir en mis Memorias.
Rochefort saco de un cajon algunas hojas escritas con letra minuscula y leyo: «Me presentaron a un proscrito, celebre en todo el Islam como reformador y revolucionario, el jeque Yamaleddin, un hombre con rostro de apostol. Sus hermosos ojos negros, llenos de dulzura y de fuego y su barba de color rojizo que caia hasta su pecho le imprimian una majestad particular. Representaba el clasico tipo de dominador de multitudes. Comprendia escasamente el frances, que apenas hablaba, pero su inteligencia siempre alerta suplia con bastante facilidad su ignorancia de nuestra lengua. Bajo su apariencia reposada y serena, su actividad era devoradora. Trabamos amistad al instante, porque tengo el alma instintivamente revolucionaria y todo libertador me atrae…»
Enseguida guardo sus hojas antes de proseguir:
– Yamaleddin habia alquilado una pequena habitacion en el ultimo piso de un hotel de la calle Seze, cerca de la Madeleine. Ese modesto lugar le bastaba para editar un periodico que partia en fardos enteros hacia las Indias o Arabia. Solamente entre una vez en su antro; tenia curiosidad por ver a que podia parecerse. Habia invitado a cenar a Yamaleddin en el restaurante Durand y prometi pasar a recogerlo. Subi directamente a su habitacion, donde se amontonaban tantos libros y periodicos, incluso en la misma cama y hasta el techo, que dificilmente se podia entrar en ella. Se respiraba un sofocante olor a puro.
A pesar de su admiracion por ese hombre, pronuncio esta ultima frase con una mueca de disgusto, incitandome a apagar inmediatamente mi propio puro, un elegante habano que acababa de encender en ese instante. Rochefort me lo agradecio con una sonrisa y prosiguio:
– Despues de disculparse por el desorden con que me recibia y que, segun dijo, no era digno de mi rango, Yamaleddin me enseno, ese dia, algunos libros que le interesaban. El de Jayyam en particular, salpicado de sublimes miniaturas. Me explico que a esa obra se la llamaba el Manuscrito de Samarcanda , que contenia las cuartetas escritas por el poeta de su puno y letra, a las que se habia anadido una cronica en el margen. Sobre todo me conto por que rodeos habia llegado a sus manos el Manuscrito .
– ?Good Lord !
Mi piadosa interjeccion inglesa provoco una risa triunfal en el primo Henri; era la prueba de que mi frio escepticismo se habia desvanecido y que desde ese momento yo estaria irremediablemente pendiente de sus labios. Se apresuro a aprovecharse de ello.
– A decir verdad, no recuerdo gran cosa de lo que pudo decirme Yamaleddin -anadio cruelmente.-Esa noche hablamos sobre todo de Sudan. Despues no volvi a ver ese Manuscrito . Por lo tanto, puedo atestiguar que ha existido, pero mucho me temo que hoy se encuentre perdido. Todo lo que mi amigo poseia fue quemado, destruido o dispersado.
– ?Incluso el Manuscrito de Jayyam?
Por toda respuesta, Rochefort me obsequio con una mueca poco alentadora antes de lanzarse a una explicacion apasionada remitiendose casi totalmente a sus notas:
– Cuando el shah vino a Europa para asistir a la Exposicion Universal de 1889, propuso a Yamaleddin que volviera a Persia «en lugar de pasar el resto de su vida entre infieles», dandole a entender que le nombraria para una relevante funcion. El exiliado puso condiciones: que se promulgara una Constitucion, que se organizaran elecciones, que se reconociera ante la ley la igualdad de todos «como en los paises civilizados» y, en fin, que fueran abolidas las desmedidas concesiones otorgadas a las potencias extranjeras. Hay que decir que en ese campo la situacion de Persia hacia las delicias, desde hacia anos, de nuestros caricaturistas: los rusos, que ya tenian el monopolio de la construccion de las carreteras, acababan de tomar a su cargo la formacion militar. Habian creado una brigada de cosacos, la mejor equipada del ejercito persa, mandada directamente por los oficiales del zar; en compensacion, los ingleses habian obtenido, por un pedazo de pan, el derecho a explotar todos los recursos mineros y forestales del pais, asi como a administrar el sistema bancario; en cuanto a los austriacos, llevaban la voz cantante en Correos. Al exigir del monarca que pusiera fin al absolutismo real y a las concesiones extranjeras, Yamaleddin estaba persuadido de que recibiria una negativa. Ahora bien, para su gran sorpresa, el shah acepto todas sus condiciones y prometio trabajar en favor de la modernizacion del pais.
Yamaleddin fue, pues, a instalarse en Persia, en el circulo del soberano, quien en los primeros tiempos le mostro la mayor consideracion, llegando incluso a presentarlo con gran pompa a las mujeres de su haren. Pero las reformas permanecian en suspenso. ?Una Constitucion? Los jefes religiosos persuadieron al shah de que seria contraria a la Ley de Dios. ?Elecciones? Los cortesanos le previnieron de que si aceptaba que se pusiera en tela de juicio su autoridad absoluta, terminaria como Luis XVI. ?Las concesiones extranjeras? En lugar de abolir las que existian, el monarca, constantemente escaso de dinero, contrato otras nuevas; por la modica suma de quince mil libras esterlinas entrego a una compania inglesa el monopolio del tabaco persa. No solamente la exportacion, sino tambien el consumo interno. En un pais donde cada hombre, cada mujer y un buen numero de ninos se entrega al placer del cigarrillo o de la pipa de agua, ese comercio era de los mas fructiferos.
Antes de que la noticia de esta ultima cesion fuera anunciada en Teheran, se habian distribuido en secreto unos panfletos aconsejando al shah que se retractara de su decision. Incluso fue depositado un ejemplar en el dormitorio del monarca, quien sospecho que Yamaleddin fuera su autor. Inquieto, el reformador decidio ponerse en estado de rebelion pasiva. Es una costumbre practicada en Persia: cuando un personaje teme por su libertad o por su vida, se retira a un viejo santuario de los alrededores de Teheran y alli se encierra y recibe a sus visitantes, a los que expone sus quejas. Se supone que nadie puede cruzar la verja para atacarle. Eso fue lo que hizo Yamaleddin, que provoco un gigantesco movimiento de masas. Miles de hombres afluyeron de todos los rincones de Persia para oirle.
Harto, el shah ordeno que lo desalojaran. Se dice que dudo mucho antes de cometer esa felonia, pero su visir, aunque se habia educado en Europa, le convencio de que Yamaleddin no tenia derecho a la inmunidad del santuario puesto que no era mas que un filosofo notoriamente impio. Los soldados penetraron, pues, armados en ese lugar de culto, se abrieron paso entre los numerosos visitantes y se apoderaron de Yamaleddin, al que despojaron de todo lo que poseia antes de arrastrarlo, medio desnudo, hasta la frontera.
Ese dia, en el santuario, el Manuscrito de Samarcanda desaparecio bajo las botas de los soldados del shah.
Sin interrumpirse, Rochefort se levanto, se apoyo en la pared y cruzo los brazos en una postura muy propia de el.
– Yamaleddin estaba vivo pero enfermo y sobre todo escandalizado de que tantos visitantes que parecian escucharle con entusiasmo hubieran asistido sin inmutarse a su publica humillacion. Saco de ello sorprendentes conclusiones: el, que se habia pasado la vida fustigando el oscurantismo de ciertos religiosos; el, que habia frecuentado las logias masonicas de Egipto y Turquia, tomo la decision de utilizar la ultima arma que le quedaba para doblegar al shah, cualesquiera que fueran las consecuencias. Escribio, pues, una larga carta al jefe supremo de los religiosos persas pidiendole que empleara su autoridad para impedir al monarca vender a los infieles, a precio de saldo, los bienes de los musulmanes. Habras podido leer el resultado en los periodicos.
Efectivamente, me acordaba de que la prensa americana habia informado de que el gran pontifice de los chiies habia hecho circular una sorprendente proclama: «Toda persona que consuma tabaco se pondra en estado de rebelion contra el iman del Tiempo, ?que Dios apresure su venida!» De la noche a la manana ni un solo persa volvio a encender un cigarrillo. Se guardaron o rompieron las pipas de agua, los famosos ka1yan , y los comerciantes de tabaco tuvieron que cerrar. Incluso entre las esposas del shah fue estrictamente observada la prohibicion. El monarca perdio la cabeza y en una carta acuso al jefe religioso de irresponsabilidad «puesto que no le importaban las graves consecuencias que podria suponer la privacion del tabaco para la salud de los musulmanes». Pero el boicot se endurecio, acompanandose de ruidosas manifestaciones en Teheran, Tabriz e Ispahan. Y la concesion tuvo que ser anulada.
– Mientras tanto -reanudo Rochefort-, Yamaleddin se habia embarcado para Inglaterra, donde volvi a verle y discuti largo y tendido con el; me parecia desamparado y no hacia mas que repetir: «Hay que derrocar al shah.» Era un hombre herido y humillado y solo pensaba en vengarse. Tanto mas cuanto que el monarca lo perseguia con su odio y habia escrito a Lord Salisbury una irritada carta: «Hemos expulsado a ese hombre porque actuaba contra los intereses de Inglaterra, ?y a donde va a refugiarse? A Londres.» Oficialmente se le habia respondido al shah que Gran Bretana era un pais libre y que no podia invocarse ninguna ley para impedir a un hombre que se expresara. En privado, se habia prometido buscar los medios legales para restringir las actividades de Yamaleddin, a quien se rogo que abreviara su estancia, lo que le decidio a partir para Constantinopla con la muerte en el alma.