Samarcanda - Maalouf Amin (читать книгу онлайн бесплатно полностью без регистрации txt) 📗
El primer acto del nuevo regimen fue aceptar oficialmente los terminos del ultimatum del zar. Una correcta carta informo a Morgan Shuster que habia finalizado su funcion de Tesorero General. Solo habia permanecido ocho meses en Persia, ocho meses agitados, freneticos, vertiginosos, ocho meses que estuvieron a punto de cambiar la faz de Oriente.
El 11 de enero de 1912, Shuster fue despedido con honores. El joven shah puso a su disposicion su propio automovil con su chofer frances el senor Varlet, para conducirlo hasta el puerto de Enzeli. Eramos muchos extranjeros y persas, los que fuimos a despedirlo, unos en el portico de su residencia, otros a lo largo del camino. No hubo aclamaciones, ciertamente, solo unos gestos discretos de miles de manos y las lagrimas de hombres y mujeres, de una multitud desconocida que lloraba como una amante abandonada. En el recorrido solo hubo un incidente, minimo: un cosaco, al paso del convoy, recogio una piedra e hizo ademan de lanzarla en direccion al americano; no creo que ni siquiera finalizara su acto.
Cuando el automovil desaparecio mas alla de la puerta de Qazvin, di algunos pasos en compania de Charles Russel. Luego segui mi camino solo, a pie, hasta el palacio de Xirin.
– Pareces muy conmovido -me dijo al recibirme.
– Acabo de despedir a Shuster.
– ?Ah, al fin se ha ido!
No estaba muy seguro de haber captado el tono de su exclamacion. Fue mas explicita:
– Hoy me pregunto si no habria sido mejor que no hubiera puesto jamas los pies en este pais.
La mire con horror.
– ?Eres tu quien dices eso!
– Si, yo, Xirin, soy la que digo eso. Yo que aplaudi la llegada del americano, yo que aprobe cada uno de sus actos, yo que vi en el a un redentor, ahora siento que no se quedara en su lejana America.
– Pero ?en que se equivoco?
– En nada, justamente, y esa es la prueba de que no comprendio a Persia.
– Verdaderamente no lo entiendo.
– Un ministro que tuviera razon contra su rey, una mujer que tuviera razon contra su marido, un soldado que tuviera razon contra su oficial, ?no serian doblemente castigados? Para los debiles es un error tener razon. Frente a los rusos y los ingleses, Persia es debil, deberia haberse comportado como un debil. ?Hasta el fin de los tiempos? ?No debe levantarse algun dia, construir un Estado moderno, educar a su pueblo, entrar en el concierto de las naciones prosperas y respetadas? Es lo que Shuster ha intentado hacer.
– Por eso me produce la mayor admiracion. Pero no puedo dejar de pensar que si hubiera tenido menos exito no estariamos hoy en este lamentable estado: nuestra democracia aniquilada, nuestro territorio invadido.
– Al ser las ambiciones del zar lo que son, tenia que ocurrir tarde o temprano.
– ?Si es una desgracia, mas vale que ocurra tarde! ?No conoces la historia del burro parlante de Nollah Nasruddin?
Este ultimo es el heroe semilegendario de todas las anecdotas y de todas las parabolas de Persia, Transoxiana y Asia Menor. Xirin conto:
– Se dice que un rey medio loco habia condenado a muerte a Nasruddin por haber robado un burro. Cuando le van a llevar al suplicio, Nasruddin exclama: «?Este animal es en realidad mi hermano, un mago le dio esta apariencia, pero si me lo confiaran durante un ano le ensenaria de nuevo a hablar como vos y yo!» Intrigado, el monarca hizo repetir su promesa al acusado antes de decretar: «?Muy bien! Pero si dentro de un ano, ni un dia mas, ni un dia menos, el burro no habla, seras ejecutado.» A la salida Nasruddin es interpelado por su mujer: «?Como puedes prometer semejante cosa? Sabes muy bien que este burro no hablara.» «Por supuesto que lo se», responde Nasruddin, «pero de aqui a un ano el rey puede morir, el burro puede morir o bien puedo morirme yo.»
La princesa prosiguio:
– Si hubieramos sabido ganar tiempo, quiza Rusia se hubiese enredado en las guerras de los Balcanes o en China. Y ademas el zar no es eterno, puede morir, o los tumultos y sublevaciones pueden hacerle tambalearse de nuevo como hace seis anos. Deberiamos haber tenido paciencia y esperar, trampear, tergiversar, doblegarnos y mentir, prometer. Esa ha sido siempre la sabiduria de Oriente; Shuster quiso hacernos avanzar al ritmo de Occidente, y nos llevo derecho al naufragio.
Parecia sufrir por tener que hablar asi; por lo tanto, evite contradecirla. Ella anadio:
– Persia me hace pensar en un velero desafortunado. Los marineros se quejan constantemente de no tener suficiente viento para avanzar. Y de pronto, como para castigarlos, el cielo les envia un tornado.
Permanecimos durante largo rato pensativos, abrumados. Luego la rodee carinosamente con un brazo.
– ?Xirin!
?Fue la manera de pronunciar su nombre? Se sobresalto y luego se separo de mi mirandome con recelo.
– Te vas.
– Si, pero de otro modo.
– ?Como se puede uno ir «de otro modo»?
– Me voy contigo.
XLVIII
C herburgo, 10 de abril de 1912. Ante mi, hasta perderse de vista, la Mancha, apacible cabrilleo plateado. A mi lado, Xirin. En nuestro equipaje, el Manuscrito . A nuestro alrededor una multitud distante, oriental a pedir de boca.
Se ha hablado tanto de las rutilantes celebridades que se embarcaron en el Titanic , que casi se ha olvidado a aquellos para los que ese coloso de los mares fue construido: los emigrantes, esos millones de hombres, mujeres y ninos que ninguna tierra aceptaba ya alimentar y que sonaban con America. El buque debia proceder a una verdadera recogida: en Southampton los ingleses y los escandinavos, en Queenstown los irlandeses y en Cherburgo los que venian de mas lejos, griegos, sirios, armenios de Anatolia, judios de Salonica o de Besarabia, croatas, serbios, persas. Fue a esos orientales a los que pude observar en la estacion maritima, apelotonados en torno a sus irrisorios equipajes, impacientes por verse ya lejos, y por momentos atormentados, buscando de pronto un formulario extraviado, un nino demasiado inquieto, un indomable fardo que habia rodado bajo un banco. Todos llevaban en el fondo de su mirada una aventura, una amargura, un desafio, y una vez llegados a Occidente, todos consideraban un privilegio tomar parte en la travesia inaugural del buque mas potente, mas moderno y mas inquebrantable que jamas haya emergido de un cerebro humano. Mis propios sentimientos eran apenas diferentes. Casado tres semanas antes en Paris, habia retrasado mi partida con el unico proposito de ofrecer a mi companera un viaje de novios digno de los fastos orientales en los que ella habia vivido. No era un vano capricho. Xirin se habia mostrado reticente durante mucho tiempo respecto a la idea de instalarse en Estados Unidos y a no ser por su desaliento despues del frustrado despertar de Persia, jamas habria aceptado seguirme. Yo tenia la ambicion de reconstruir a su alrededor un mundo mas magico aun que el que habia tenido que abandonar.
El Titanic servia admirablemente a mis propositos. Parecia concebido por unos hombres deseosos de encontrar en ese palacio flotante las mas suntuosas diversiones de la tierra firme y ciertos placeres de Oriente: un bano turco indolente como los de Constantinopla o de El Cairo; galerias decoradas con palmeras; y en el gimnasio, entre la barra fija y el potro, un camello electrico, destinado a procurar al jinete, por la simple presion de un boton milagroso, las saltarinas sensaciones de un viaje por el desierto.
Pero al explorar el Titanic no solo buscabamos descubrir el exotismo. Tambien nos entregabamos a placeres muy europeos, como saborear unas ostras seguidas de un salteado de pollo a la manera de Lyon, especialidad del cocinero Prontor, regado con un Cos-d'Estournel 1887, escuchando la orquesta que, de esmoquin azul oscuro, interpretaba los Cuentos de Hoffmann , La Geisha o El Gran Mogol de Luder.
Momentos tanto mas hermosos para Xirin y para mi cuanto que en el transcurso de nuestra larga relacion en Persia habiamos tenido que ocultarnos. Por muy amplios y prometedores que fueran los aposentos de mi princesa en Tabriz, Zarganda o Teheran, yo sufria constantemente al sentir nuestro amor confinado entre sus paredes, y como unicos testigos los espejos cincelados y los sirvientes de miradas huidizas. Gozabamos ya del trivial placer de ser vistos juntos, del brazo, de estar rodeados por las mismas desconocidas miradas, y hasta muy avanzada la noche no volviamos a nuestra cabina, a pesar de que, yo la habia escogido entre las mas espaciosas del buque.
Nuestro ultimo placer era el paseo de la noche. En cuanto terminabamos de cenar, ibamos a buscar a un oficial, siempre el mismo, que nos conducia a una caja fuerte de donde sacabamos el Manuscrito , que transportabamos con reverencia a traves de cubiertas y pasillos. Sentados en los sillones de mimbre del Cafe Parisiense, leiamos al azar algunas cuartetas y luego, en ascensor, subiamos a cubierta, donde sin preocupamos demasiado de que nos espiaran intercambiabamos un ardiente beso al aire libre. Avanzada ya la noche, llevabamos el Manuscrito a nuestra habitacion donde pernoctaba, antes de devolverlo por la manana a la misma caja fuerte por intermedio del mismo oficial. Un ritual que encantaba a Xirin. Tanto que me esforzaba en recordar cada detalle para repetirlo al dia siguiente sin la menor diferencia.
Fue asi como la cuarta noche abri el Manuscrito por la pagina en que Jayyam, en su epoca, habia escrito:
La referencia al oceano me divertia: quise releerlo mas despacio pero Xirin me interrumpio:
– ?Por favor!
Parecia ahogarse; yo la mire preocupado.
– Sabia de memoria esa cuarteta -dijo con voz apagada-, y de pronto he tenido la sensacion de que la oia por primera vez. Es como si…