El Abisinio - Rufin Jean-christophe (бесплатные онлайн книги читаем полные .TXT) 📗
No habia nada raro en aquellas palabras. Sin embargo, al igual que en el agua clara, se podia ver alli un fondo turbio y negruzco por donde se colaban peligrosas amenazas con la facilidad de una morena. El senor De Maillet comprendio enseguida que no debia arriesgarse lo mas minimo. Aquellos monjes partirian de una u otra forma. No llevaban equipaje, asi que irian deprisa. Habia que evitar a toda costa que le armaran una trifulca a Du Roule antes de que llegara a Senaar.
– Esta bien, ?que necesita?
Despues de muchos rodeos, el capuchino le saco un camello, dos mulas y un poco de oro. Y se fue dando las gracias por lo bajo.
– No perdemos tanto -dijo el consul al senor Mace para justificar su capitulacion-. Al menos ahora estara en deuda conmigo.
Abandonaron el despacho con esas palabras. Francoise espero a que el consul fuera a acostarse de nuevo y que el senor Mace regresara a su cuchitril, para salir de su escondite y subir a la habitacion de Alix.
5
La caravana de la embajada emprendio viaje una semana despues de la partida de Murad. El senor De Maillet dio a aquel acontecimiento una gran pompa. Para acompanar la mision de Du Roule estuvieron presentes todos los dignatarios que habia en la colonia, y como muchos tenian la ambicion de serlo sin titulo con el que aspirar a ello, el consulado hizo pagar caro ese honor y asi recaudo parte de los gastos. El pacha puso trabas para dar las autorizaciones necesarias para el viaje, pero el consul entendia que no habia razon de ser discreto por esa causa, y, con aquella ceremonia de prestigio, quiso demostrar la importancia que Francia otorgaba al asunto. «No siempre se puede bajar la cabeza ante los turcos -dijo-, aunque pretendan que estan en su casa.»
El caballero Du Roule y su banda de altivos fulleros tenian muy buena pinta en sus camellos. Con los arneses con los que habia adornado a las bestias, Belac, el habil caravanero, supo dar postin a su noble raza, tal como evidenciaban los brazaletes con cascabeles de plata que les habia sujetado a las pezunas.
En vista de las dificultades que surgieron para que la caravana pudiera sumarse a la de Assiout -la misma que siguio Poncet-, se considero que los viajeros formaban una comitiva lo suficientemente grande como para hacer la ruta solos, por un camino que Belac conocia bien y que los conduciria directamente a la tercera catarata.
Mientras el brillante cortejo se alejaba hacia el sur, acompanado un buen rato por las miradas conmovidas del consul y la elite de francos de El Cairo, otro convoy se ponia en movimiento en el consulado.
El senor De Maillet expreso el deseo de que su hija se fuera tambien en aquel mismo momento al objeto de atenuar la curiosidad y el escandalo. Asi pues partio sola en una carroza negra sin escudo de armas, escoltada por dos guardias a caballo. Tras abrazar a la monja que acababa de ofrecer a Dios, la senora De Maillet sufrio un sincope en el vestibulo, y como Francoise se vio en la obligacion de llevarla a su habitacion ni siquiera tuvo tiempo para seguir con la mirada la partida de su amiga.
El consul solo habia consentido la presencia de la lavandera, convertida en doncella de camara, con la condicion de que desapareciera de su vista el dia en que Alix abandonara el consulado. Asi pues, aquella misma noche recogio sus bartulos y volvio a su casa a pie.
Por la ventana distinguio al maestro Juremi en su terraza y fue a reunirse con el. Le conto que Alix se habia marchado y se repitieron todo cuanto habrian de hacer los proximos dias. Luego, el silencio y el malestar se adueno de ambos.
Eran las seis de la tarde. Por encima de la terraza, el cuadrado azul del cielo cambiaba a ultramar. Aunque ya se veian brillar unas cuantas estrellas, los naranjos aun lucian todo su verdor. Era ese momento del dia en que los resplandores de la noche y las tonalidades diurnas se entrecruzan y saludan. La selva seguia avanzando por la casa pues ultimamente el maestro Juremi pensaba poco en su cuidado. Aquella profusion vegetal crecia con tal impetu que las hojas grandes se aplastaban contra los vidrios de la ventana.
– Ya no se ocupa de las plantas -dijo Franc,oise.
– ?Para que? Si manana…
La idea de que iban a abandonar El Cairo en menos de dos dias y que jamas podrian volver los sumio en la nostalgia. Partir, si, y partir juntos, tomar la misma senda, correr los mismos riesgos… Hacia dos anos que solo hacian eso, y sin embargo nunca habian recorrido el mismo camino estando tan cerca el uno del otro. Francoise se dio cuenta de que ese pensamiento era un motivo de pesar para Juremi.
– Se lo suplico -dijo ella-, no me esquive. Las cosas son asi, y vamos a estar juntos. Tenemos que sentirnos felices de estar asi. Es lo unico que le pido.
Estaban frente a frente, muy cerca uno del otro.
– Jean-Baptiste ha desaparecido y Alix acaba de dejarnos -le dijo-. Oh, Juremi, ?sera que solo nos acerca aquello que echamos de menos?
El hombre levanto su gran cabeza barbuda y la miro con sus ojos bondadosos. Ella inclino su rostro en el pecho del gigante y este la rodeo con sus brazos. Cuando ya era completamente de noche entraron en la casa de Francoise, saltando por la ventana. Ella tenia una cama amplia, calzada en dos esquinas con ladrillos, que estuvo chirriando toda la noche, como una gran nave que surcara oleadas de placer, ternura y libertad.
Por la manana, el maestro Juremi volvio a su casa y empezo a preparar el equipaje. Al menos esa era su intencion. Pero iba y venia de la planta baja al piso de arriba; miraba las plantas que le habian hecho compania tanto tiempo, se sentaba, se volvia a levantar y no hacia mas que dar vueltas. Ni siquiera tenia el recurso de rezar por que ignoraba como dirigirse a su Dios en tales circunstancias.
Francoise tuvo la delicadeza de dejarle tranquilo con su desazon. Sabia que al dia siguiente, al alba, se marcharian los dos, y que el estaria a su lado tanto tiempo como pudiera desear.
A las cinco de la tarde empezo a oscurecer en la sombria madriguera de la planta baja. Contrariamente al durmiente que despierta con la luz, el sonador a menudo solo sale de su ensimismamiento cuando cae la noche. El maestro Juremi encendio una lampara de nafta y se alarmo por no haber hecho nada. Saco un par de morrales viejos que criaban polvo debajo de un armario desde que habia vuelto de Abisinia y se enfrasco en la tarca de guardar en ellos lo necesario.
A las siete, alguien llamo a la puerta de entrada. Enseguida creyo que era Francoise y se irrito. Volvieron a llamar. Aquella premura le parecio demasiado familiar, asi que aminoro aun mas el paso, se acerco refunfunando y abrio la mirilla oxidada, aunque no solia utilizarla nunca.
– ?Y bien…! -dijo con rudeza, mirando a traves de las rejas.
La sombra de un hombre se recortaba en el fondo mas claro de las arcadas.
– ?Quien me llama? -pregunto el maestro Juremi, pensando que alguien le requeria para una consulta.
– Abre -dijo el hombre.
– Despacio, amigo mio. Sepa para empezar que no hay nadie.
El intruso se acerco a la mirilla, hasta pegar la boca en los hierros, y dijo:
– No seas necio y abreme.
El maestro Juremi se puso palido como un muerto.
– ?No seras… tu? -pregunto.
– Vamos, no me dejes aqui a la vista de todos.
El protestante descorrio rapidamente el cerrojo, abrio la puerta y dejo entrar a Jean-Baptiste. Los dos hombres se fundieron en un abrazo enmudecido por las lagrimas.
– Espera que te vea -dijo por fin el maestro Juremi alzando la lampara al tiempo que daba un paso hacia atras.
Su amigo estaba irreconocible. Ciertamente tenia los mismos ojos negros y brillantes de siempre y podia distinguirse vagamente la forma de su cara, siempre y cuando uno ya supiera la verdad. «Si, seguramente debe de ser el.» Sin embargo estaba completamente cambiado. Tenia los cabellos cortos con algunos mechones canosos; un bigote puntiagudo alteraba la forma de su nariz, y una perilla, a la moda del reino del que venia, le daba un aire fiero e indignado al labio inferior. A eso habia que anadir la elegancia propia de un hombre de linaje: llevaba un jubon gris topo bordado con perlas, punos de fino encaje, un chaleco de seda y, en la mano, un tricornio de plumas blancas.
– ?Me has reconocido por fin? -pregunto Jean-Baptiste riendo.
– Ah, esa risa si que es tuya -dijo el protestante mientras abrazaba de nuevo a su amigo.
– No perdamos tiempo -dijo Jean-Baptiste-. Mi caballo esta amarrado frente a las arcadas. Ve a buscarlo y llevalo detras, a la cuadra de Bennoch.
En la parte trasera de su casa, el comercio Bennoch estacionaba alli sus coches. Pero ya no era tan prospero como antano; habia mucho espacio, y los vecinos tambien tenian acceso. El maestro Juremi corrio a encerrar alli el caballo. Al cabo volvio con la pesada silla colgada de un brazo y el maletin de grupa en el hombro.
Jean-Baptiste estaba en el primer piso, saludando a todas sus plantas una por una, rozando sus hojas con tanta suavidad como si estuviera consolando a unos huerfanos.
– Han crecido a su aire -dijo al maestro Juremi sin reproche alguno en la voz, sino con la afable ironia de quien se dirige a un preceptor al que sus alumnos no obedecen como debieran.
– Bueno -dijo el maestro Juremi, que tenia las ideas mas claras despues de aquel paseo-, nos habian dicho que estabas en Paris, detenido y sometido a juicio. Casi te veiamos encarcelado.
– Y asi era. Pero todo eso ya no me concierne a mi, sino a otro. Ahora tienes delante al caballero Hugues de Vaudesorgues, de la casa del principe de Conti.
Hizo un noble saludo y sonrio.-?Como esta Alix? -pregunto de pronto, cambiando la voz.
El mestro Juremi comprendio de repente la situacion.
– Tambien ella te imaginaba en Paris. Se fue ayer por la manana.
– ?Ayer! -exclamo Jean-Baptiste-. Pero ?como es eso? Quien ha podido…
– Se marcho en una carroza custodiada por dos espadachines que la conducen hasta Alejandria para embarcar. Cuando llegue a Francia sera conducida a un convento.
Jean-Baptiste dio un grito. El maestro Juremi le replico con vehemencia, reprochandole que no hubiera dado noticias. Y cada uno por su parte empezo a hacerle preguntas al otro sin tomarse el tiempo necesario para responder.
Alertada por el alboroto, Francoise se asomo a la ventana. Al oir pasos en la terraza, los dos hombres guardaron silencio y Jean-Baptiste se acerco a la escalera, presto a huir.