El Abisinio - Rufin Jean-christophe (бесплатные онлайн книги читаем полные .TXT) 📗
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Por detras de la ciudadela, residencia del pacha de El Cairo, una callejuela oscura se extendia a lo largo de las altas murallas del palacio. Estaba prohibido practicar la menor abertura de ese lado -ya fuera puerta o ventana-, pues aquello era una suerte de canal o de foso que serpenteaba entre dos muros lisos, correspondientes por un lado a la parte trasera del edificio, y por el otro a los muros tapiados de las casas de la ciudad. Una patrulla de guardia hacia la ronda por alli dia y noche y, salvo ellos, nadie mas habria osado aventurarse por aquellos parajes siniestros. Sin embargo, a media distancia del extremo de aquella calleja, es decir, en el punto mas alejado de la misma, una pequena poterna de madera tachonada de clavos y sin cerradura exterior daba acceso a los patios del palacio a traves de la gruesa muralla. Con el correr de los tiempos, los pachas habian hecho de esta discreta entrada un uso particular que traicionaba el caracter de cada uno de ellos. Algunos, como Hussein, muerto al caerse del caballo poco despues de que la primera mision partiera hacia Abisnia, solo abrieron esta poterna para salir de incognito a pasear por la ciudad, para oir hablar libremente a la gente y para urdir intrigas a la manera de Haroun Rachid. No obstante, otros la mantuvieron permanentemente cerrada y custodiada. Este fue el caso de aquellos que temian por su vida, y las mas de las veces fueron tambien los que terminaron asesinados pues Ala conoce los designios ocultos de los hombres y los atiende siempre. Habia tambien quienes se servian de la poterna para introducir a ciertos individuos que no habrian sido recibidos oficialmente en el palacio. Este era el caso de Mehmet-Bcy, que se encomendaba con devocion, esperanza y consuelo a todos los muftis e imanes rigoristas que hubiera en Egipto, aunque enciertas ocasiones se mostraba menos intransigente y consentia algunas discretas visitas, que eran introducidas por la poterna.
Abastecido regularmente por cuatro mujeres musulmanas, a las que habia dado doce hijos con no menos regularidad -contando solo los supervivientes-, Mehmet-Bey no podia desprenderse por desgracia de otra necesidad, la de poseer extranjeras, costumbre que habia contraido durante sus campanas guerreras en Europa. En aquella epoca bendita aunque ya lejana todo era facil porque recibia bellas infieles como botin, y a nadie se le ocurria disgustarse por ello. Las habia tenido de todos los tipos y de todas las edades, pero a decir verdad eso le importaba poco. Por encima de todo le complacia el hecho de montar a esas mujeres que adoraban a otro dios, independientemente de que fueran catolicas, judias, ortodoxas o paganas. Hacia aquello sin renegar de su fe, pues nunca se sentia tan humildemente util al Profeta como cuando esparcia su semilla de verdadero creyente en los surcos labrados antes por otros, a quienes privaba asi de su cosecha. Los muftis estaban al corriente del ardor casi misionero del pacha, de modo que no se ofendian. No obstante, las conveniencias y el delicado equilibrio de las creencias en esta parte del Imperio exigia que cediera a esas inclinaciones con toda discrecion. Y a tal objeto servia la poterna.
Pero hacia ya unos meses que el cuerpo de Mehmet-Bey, sometido a los rigores de toda una vida de guerrero, le hacia sufrir hasta el punto de no tener la energia y las ganas de mandar traer alguna infiel, por muy bella, joven y hereje que fuera. Hacia pues tres meses que solo pasaban por la poterna los medicos, y el maestro Juremi era el mas apreciado de todos.
Iba tres veces a la semana, en dias fijos, cuando empezaba a anochecer. Los centinelas lo sabian, y en cuanto decia la contrasena, «Eleboro», le dejaban pasar. Aquella noche, como de costumbre, se presento envuelto en un amplio tabardo y oculto bajo un sombrero de fieltro. Dijo la contrasena y paso por la poterna. Un criado vestido de blanco y con los pies desnudos condujo al medico a traves de unas gradas de marmol hasta un pequeno patio, y despues de pasar debajo de una arcada ojival labrada con motivos moriscos lo introdujo en un pabellon octogonal cuyas paredes estaban decoradas con mosaicos azules.
Del armazon de cedro pendia, en el extremo de una larga cadena, un farol de cristales multicolores donde se quemaban cuatro velas. El pacha estaba sentado en una de las esquinas, en un banco, con los pies tendidos hacia una estufa de cobre amarillo provista de un minusculo tubo con tres codos por donde el humo salia al extenor. El criado se retiro.
– Acerquese, senor doctor -dijo Mehmet-Bey en arabe.
En cuanto el visitante se sento en un taburete de madera y marfil y se desprendio del tabardo, el turco se incorporo despavorido, cogiendo el punal con la empunadura llena de incrustaciones que llevaba siempre en la cintura antes de exclamar:
– ?Quien es usted?
Ya se disponia a llamar a la guardia, pero Jean-Baptiste le detuvo.
– No tema, ilustre senor, me envia el maestro Juremi en persona. Soy su socio. ?Nunca le ha hablado de mi?
– No sera usted el que ha sanado al Negus de Etiopia…
– Yo mismo, ilustre senor.
Jean-Baptiste hizo una profunda reverencia.
– Por eso quise verle primero a usted -continuo el moro-. Pero su socio me dijo que estaba en Francia.
– Acabo de regresar.
– ?Por que Juremi no ha venido con usted? Eso me habria ahorrado el susto.
– Senor, tambien el esta enfermo y le presenta sus excusas.
El pacha habia vuelto a acomodarse junto a la estufa.
– Me ha cuidado bien, pero siempre le he oido decir que lamentaba su ausencia y que no podia compararse con usted.
– Es un amigo. Queria ensalzarme. Lo cierto es que nos complementamos muy bien. Yo receto, pero nadie prepara las drogas con su habilidad.
– En ese caso, examineme y juzgue que hay que hacer -dijo el pacha con una expresion de enorme cansancio.
Durante un buen rato, Jean-Baptiste estuvo haciendole preguntas al anciano sobre sus dolores, en que circunstancias se presentaban y donde se localizaban. Luego le hizo hablar de su vida, de lo que comia y bebia, de su forma de dormir y de sus gustos sobre las mujeres. De ese modo, Jean-Baptiste concebia la imagen interior del ser que tenia delante y, ahondando en sus raices, buscaba las correspondencias secretas con otras raices, con otros seres, follajes o frutos que pudieran devolverle la armonia.
– ?Me da usted la esperanza de sanar? -pregunto el pacha.
– Todo depende de lo que entienda por sanar. Si con ello quiere decir volver a los veinte anos, no, ilustre senor, no se curara. Pero si se trata de tener el vigor, la paz y la felicidad que aun le permite su edad, puedo asegurarle que muy pronto volvera a sentirse bien.
El turco estaba encantado.
– Tendre que regresar a mi taller para preparar los remedios que considero apropiados para usted -dijo Jean-Baptiste-. Se los traere manana.
– Sobre todo no se demore -dijo el pacha muy impaciente-. De hecho, Juremi ha debido decirselo ya, pero se lo repito solemnemente: ni una sola palabra de todo esto a nadie, y menos a los francos.
– Ilustre senor, soy yo quien le pide ese favor. Todos en la colonia ignoran mi regreso, empezando por el consul. Y no sere yo quien se lo diga. A decir verdad, no vere a mi socio hasta la noche. Durante el dia no salgo de la pension arabe de la ciudad vieja de El Cairo, donde he fijado mi domilicio por el momento.
– ?Que curioso! -exclamo el pacha-. Creia que habia ido a ver a su Rey, y que le habian encomendado una mision.
– Es una historia muy dolorosa, ilustre senor -dijo Jean-Baptiste, con el semblante de quien no quiere importunar a su interlocutor con sus propios infortunios-. Es tan larga y esta tan repleta de acontecimientos extranos que tal vez le cansaria escucharla.
– Cuentemela -dijo el pacha-, que al igual que el sultan Schahariar nada le gustaba tanto como un relato que le tuviese en vilo.
– Pues bien, la cuestion es -empezo Jean-Baptiste- que fui a Abisinia.
Refirio su viaje y el encuentro con el Emperador con tal lujo de detalles y tanta fluidez que el pacha dio visibles muestras de deleitarse mientras le escuchaba con los ojos entornados. Asi que mando traer te a la menta y pasteles para hacer aun mas placentero el relato.
Jean-Bapttste le hablo de que el Negus no deseaba en absoluto ver en su pais a sacerdotes extranjeros y tambien del respeto que le tenia al pacha, que autorizaba a la Iglesia etiope a recibir a su maximo representante de Egipto.
– Quiere quedarse en paz en sus montanas -concluyo Poncet.
– ?Y por Ala que tiene razon! Pensaba que era menos razonable y usted acaba de darme una buena noticia. Pero eso no explica -prosiguio Mehmct-Bey- por que se esconde usted.
– ? Ahora voy con eso, ilustre senor! Es que despues fui a Vcrsalles.
Jean-Baptiste se enfrasco en una exhaustiva descripcion de la corte del Rey Sol, que el pacha siguio con deleite. Cuando estuvo guerreando en Europa, muchas veces habia esperado que lo admitieran en una de aquellas esplendidas capitales. Pero por desgracia la mayor parte del tiempo habia estado en los campamentos militares perdidos en el corazon de las montanas, y cuando por casualidad tuvo la suerte de tomar una ciudad, antes habia tenido que destruirla. Jean-Baptiste se demoraba maliciosamente hablandole de las mujeres de Versalles, de sus peinados y perfumes, y el pobre hombre le escuchaba embelesado.
A esto siguio una halagadora evocacion de la audiencia real, donde no se hizo alusion alguna a la oreja putrefacta sino tan solo al gran interes que el Rey de Francia manifestaba por Oriente.
Ambos estuvieron de acuerdo en que era un gran rey. Por su parte, Mehmet-Bey lamento que no fuera musulman, aunque se atrevio a decir que tenia todas las cualidades para serlo.
– Pero aun no me ha dicho por que se esconde.
La noche avanzaba, y el sirviente acudio dos veces a cargar la estufa. El pacha mando encender su pipa de agua y la compartio con Jean-Baptiste. En aquellos momentos eran ya grandes amigos y el calor de su conversacion no permitia distinguir las diferencias propias de sus condiciones.
– Por desgracia -prosiguio Jean-Baptiste- nuestro gran Rey solo es un rey, y es bien poco comparado con Dios. El senor de los cielos tiene ojos en todas partes…
El musulman, que vivia bajo esta constante vigilancia divina, alzo la mirada con sumision.
– ?No hay mas Dios que Ala! -dijo en un acto reflejo.
– … sin embargo, los soberanos de la tierra no pueden verlo todo.