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El Abisinio - Rufin Jean-christophe (бесплатные онлайн книги читаем полные .TXT) 📗

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– Esta historia es horrible, senor caballero -dijo el jefe de los viajeros con un hilo de voz-. ?No siga, se lo ruego!

Pero el jesuita no se mostro muy energico, pues lo cierto es que todos estaban impacientes por conocer el desenlace.

– Casi he terminado -dijo Jean-Baptiste-. Mi amigo no era un santo, o tal vez de ese modo lo haya sido. Asi que puso manos a la obra. Por la manana, el jefe mando que se procediera a realizar las masvergonzantes constataciones y, radiante, avanzo hacia el capuchino. «Enhorabuena, amigo -le dijo-. Estoy orgulloso de ti, y dispuesto nuevamente a oir hablar de tu Jesus. Ahora podras convertir al pais entero, es decir, poner tu mismo la semilla de tantos pequenos cristianos como te permitan tus fuerzas. El mejor medio de propagar la religion propia -concluyo el jefe- es hacer muchos hijos y no robar los de los otros, pues no esta bien.»

Jean-Baptiste termino en medio de un profundo silencio, y sin dar muestra alguna de nerviosismo soplo en su te aun caliente y sorbio ruidosamente.

– Es decir -intervino al fin el jesuita que estaba mas atento y que tambien era el mas audaz-, que usted supone que nosotros seis tenemos la intencion de inseminar Abisinia…

Una vez pronunciadas estas palabras, poso una penetrante mirada sobre el caballero, que parecia escrutar su rostro con el animo de extraer un objeto confuso y lejano en su memoria. A Jean-Baptiste aquel rostro tampoco le resultaba desconocido. Esta vez no le respondio en tono bromista, y ese cambio aun dejo mas helados a los presentes.

– Abisinia no es la sabana de Senaar. Es un orgulloso y viejo pais cristiano al que no se le debe hacer el insulto de asociarle tambien pensamientos primitivos.

Luego, mirando en derredor suyo a todos los demas, dijo:

– No, mis queridos padres, no creo que tengan esa intencion. No es necesario. Solo se de muy buena fuente quienes son ustedes y que piensan hacer.

Su tono de voz era tan tranquilo que ya no tuvieron ninguna duda, y tras los primeros momentos de estupor atacaron por otro frente.

– Bueno, puesto que ya nos conoce, diganos en que aspecto nuestros proyectos pueden despertar en usted alguna objecion -pidio el primer portavoz-. ?Tiene usted algo en contra de la propagacion del Evangelio?

– ?Es usted tal vez el padre De Monehaut? -pregunto Jean-Baptiste, que habia llegado a esa deduccion por el retrato que Murad le habia hecho de sus comanditarios.

– En efecto.

– Bien, padre, tengo objeciones, y muchas. Aquel pais no necesita Evangelio pues lo conoce desde hace tanto tiempo, como nosotros. Se bien que la doctrina que profesan no le parece conforme al dogma riguroso, pero la verdadera cuestion no es esa.-?Cual es entonces? -pregunto suavemente el padre De Monehaut.

Tras una pequena vacilacion, Jean-Baptiste contesto a la pregunta:

– Mire usted, ha pasado el tiempo y yo he cambiado mucho. El ano pasado por las mismas fechas me habria lanzado a un elocuente discurso para convencerles con numerosos argumentos historicos, humanos y religiosos de no alterar la paz de ese pais. Incluso fui hasta Versalles con el animo de sostener ese discurso.

– ?Poncet! -exclamo el jesuita que le habia observado con tanta curiosidad.

Jean-Baptiste reconocio entonces a uno de los curas de la casa de Marsella donde habia sido recibido en compania del padre Plantain.

– Si, padre, el ano pasado, cuando usted me vio, yo ardia en deseos de que me entendieran, y ahora soy yo quien ha comprendido.

– Bien, expliquenos al menos que ha comprendido -dijo el padre De Monehaut pacientemente, como quien intenta tranquilizar a un loco.

– Que ustedes son una fuerza, nada mas.

Unas sonrisas de desden aparecieron durante un instante en sus labios.

– Una fuerza al servicio de la fuerza -continuo Jean-Baptiste- y que toma a Jesucristo por una bandera, una bandera que vale otra cuando se trata de esconder el asunto primordial, que es el poder.

– ?Y bien? -dijo el mismo sacerdote, acostumbrado ya a las criticas.

– Pues que solo la fuerza puede detenerles. Durante mucho tiempo he sido tan ingenuo que creia en la posibilidad de convencerles.

Hubo un momento de silencio. Casi se olvidaba de que aquella estancia, donde brillaban candelabros, era un lugar perdido en el extremo del desierto, en la punta de Arabia. De repente Jean-Baptiste llevo aquel decorado a su lugar, y entonces surgio la evidencia de que podia tratarse de una prision.

– No busquen mas a Murad -dijo con una expresion malvada-. Se ha marchado, y confio en que a estas horas ya haya llegado a su destino. El Nayb de Massaoua ha sido alertado, y ya sabe quienes son ustedes. Su abuelo se hizo celebre por enviar las tonsuras de sus antecesores al Emperador de Etiopia para probarle que habia custodiado bien sus puertas. El nieto ha heredado todas las cualidades del abuelo. No es turco. Solo obedece de lejos a la Sublime Puerta. No le conmovera ninguna intriga, ninguna mentira, ninguna suplica, y si se arriesgan a cruzar el mar, sera sin la esperanza de llegar nunca a Abisinia.Los seis jesuitas miraron con espanto a aquel hombre joven y elegante, con su jubon color fuego y sus encajes, que les daba un aviso tan serio.

– ?Que debemos hacer? -pregunto el padre De Monehaut con dignidad.

– No vayan a El Cairo, donde serian muy mal recibidos. No intenten tampoco llegar a Abisinia por via terrestre, pues todos los principes indigenas estan alertados contra ustedes. Solo hay una solucion: tomen una falua y vuelvan a Suez, luego a Tierra Santa, a Francia, adonde quieran. Hay bastantes naciones donde ustedes se encuentran en su casa.

Jean-Baptiste se levanto, mirandolos a todos, y anadio con una expresion de desagrado, como de arrepentimiento:

– Respeto a cada uno de ustedes, creanme. Si hubiera tenido que entregarles, no habria obrado asi. Contra lo que pueda parecer, les estoy salvando la vida. Pero ante todo soy fiel a la palabra que le di a un rey.

Los seis jesuitas parecian contentos de su suerte. En realidad Poncet estaba mas afectado que ellos. «Soy yo quien es libre de sus actos -penso-. Y responsable. Ellos no tienen voluntad: obedecen…»

Saludo cortesmente y se dirigio hacia la puerta, pero antes de alcanzarla se volvio para decir unas ultimas palabras:

– Desde luego seria inutil dar aviso al jerife de La Meca. De momento no sabe nada de sus intereses, y si se enterase tendrian mas razones que yo para lamentar que descubrieran su verdadera identidad. Ya esta todo dicho; vayan a descansar, se hace tarde. Buenas noches, queridos padres.

Poncet subio a su habitacion.

A las cinco de la manana, sin una brizna de viento, la pequena falua que habia alquilado llevaba a Jean-Baptiste a traves de un mar de aceite donde ya se reflejaba el alba. Ocho remeros surcaban las aguas, rumbo al noroeste, siguiendo a Casiopea.

Aquella misma semana, una tropa de caballeros turcos que habia enviado el pacha detenia a dos capuchinos a la altura de la tercera catarata. En el zurron de uno de ellos se descubrio un documento destinado al abuna de Abisinia y un frasco de aceite. Los capuchinos fueron conducidos de nuevo a El Cairo y llevados ante el patriarca copto, que autentifico la carta pero declaro formalmente que no reconocia ni los aceites ni el frasco. El padre Pasquale se nego obstinadamente a confesar donde se habian escondido las unciones verdaderas. Esta mala voluntad, destacada por el pacha en su correspondencia con Constantinopla, dio lugar a la expulsion con destino a Italia de mas de la mitad de la congregacion. Se malogro la mision de esta orden a Abisinia, y nunca mas volvio a recuperarse.

Du Roule solo tenia una preocupacion: imponer la disciplina en su tropa. Habia escogido a hombretones tan valientes, tan avidos de conquistas y de riquezas que tenia que moderar su ardor constantemente. Aquellos valerosos truhanes nunca hacian mejor alarde de su arrojo que cuando se despachaban con algun inocente. No obstante, mientras estuvieran en tierras musulmanas habia que contenerlos. En Abisinia seria diferente. En realidad les gustaba imaginar que alli los perseguidos serian ellos, en razon de todas las fabulas que habian oido sobre la lascivia de las mujeres de ese pueblo.

La caravana, bien armada y pertrechada, llego a Dongola sin el menor tropiezo, y el Rey de esa ciudad se esmero en darles la mejor acogida que pudo.

Sin embargo, ante aquella pompa un poco miserable y mugrienta, Du Roule y Rumilhac a duras penas pudieron contener la risa durante la cena de gala que les ofrecio aquel principe.

– Es una gran cosa ser salvajes, o casi -decia Du Roule-, pero que al menos saquen de ello ventajas como la libertad y la naturalidad. Pues no, son mas sibaritas con la etiqueta que los viejos duques franceses.

Entre ellos se compadecian mucho de Frisetti, el dragoman, que trataba de tomarse todo aquello en serio y parecia reprobar su comportamiento. Era el colmo, pues habia que ir a la tierra de unos negros para que un hombre sin linaje pretendiera ensenarles como comportarse a unos gentilhombres como ellos.

En vista de que en aquella ciudad no habia nada que les interesase cambiar, dos dias despues continuaron viaje hacia Senaar.

Llegaron a los dos primeros oasis con facilidad. Pero en el tercero, Belac, el jefe de la caravana fue a ver a Du Roule y le expreso sus inquietudes. Tres camelleros le expusieron que no querian seguir, aunque no habia conseguido que le dijeran el motivo. La poblacion del oasis, aunque era escasa, mostraba una inexplicable desconfianza hacia aquellos blancos, pese a que aquella gente estaba acostumbrada a ver europeos y no les temian. Fue una contrariedad que uno de los esbirros de la tropa, un alto moceton de Dalmacia, acariciase con demasiada intimidad a una nina de doce anos, una mocosa con los pies descalzos, cuyo honor defendieron los indigenas de una forma a todas luces exagerada. Du Roule salio de aquel embrollo con un collar de cuentas de cristal de Venecia para la supuesta victima y unos viejos zapatos para el padre, pero aun asi aquellos salvajes no se dieron por satisfechos. El asunto era decididamente desagradable y ponia en evidencia, al menos esa era la opinion de Rumilhac, la mala voluntad de aquella tribu con respecto a unos extranjeros tan generosos.

Abandonaron aquel oasis con todas sus esperanzas puestas en el siguiente. Pero fue peor hasta Senaar, donde su llegada provoco una aglomeracion muda y hostil. Por fortuna el rey compenso la frialdad de su pueblo con una acogida ejemplar e invito a cenar a los viajeros. A pesar de que aborrecian las comidas grasas y picantes, Du Roule, Rumilhac y los otros dos supuestos dignatarios honraron su mesa. Frisetti fingio estar enfermo y se quedo en el campamento para supervisar el asentamiento. Segun la costumbre de los francos, que todos conocian y toleraban, los cuatro invitados sacaron unos frasquitos de sus bolsillos y dieron consistencia a los brebajes. Asi que terminaron de cenar completamente borrachos, con la ilusion de que el Rey ignoraba la causa de su semblante regocijado, lo cual equivalia a considerar que estaba ciego, cuando en realidad no lo estaba. El soberano tuvo la bondad de aparentar que no se percataba de nada, incluso cuando el viejo policia deslizo la mano por debajo de la tunica de uno de los servidores, olvidandose completamente de lo que cubren las ropas en aquel pais. Despues volvieron a la caravana y encontraron el campamento completamente montado, junto a una de las puertas de la ciudad, y durmieron como benditos, sonando con gloria y riqueza.

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