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¿Por Quién Doblan Las Campanas? - Хемингуэй Эрнест Миллер (читать книги онлайн бесплатно полностью без сокращений .TXT) 📗

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- No le gustan los gitanos.

- Es un error -dijo Anselmo.

- Tiene sangre gitana -dijo Rafael-; sabe bien de lo que habla -añadió sonriendo-. Pero tiene una lengua que escuece como un látigo. Con la lengua es capaz de sacarte la piel a tiras. Es una salvaje increíble.

- ¿Cómo se lleva con la chica, con María? -preguntó Jordan.

- Bien. Quiere a la chica. Pero no deja que nadie se le acerque en serio. -Movió la cabeza y su lengua chascó.

- Es muy buena con la muchacha -medió Anselmo-. Se cuida mucho de ella.

- Cuando cogimos a la chica, cuando lo del tren, era muy extraña -dijo Rafael-; no quería hablar; estaba llorando siempre, y si se la tocaba, se ponía a temblar como un perro mojado. Solamente más tarde empezó a marchar mejor. Ahora marcha muy bien. Hace un rato, cuando hablaba contigo, se ha portado muy bien. Por nosotros, la hubiéramos dejado cuando lo del tren. No valía la pena perder tiempo por una cosa tan fea y tan triste que no valía nada. Pero la vieja le ató una cuerda alrededor del cuerpo, y cuando la chica decía que no, que no podía andar, la vieja le golpeaba con un extremo de la cuerda para obligarla a seguir adelante. Luego, cuando la muchacha no pudo de veras andar por su pie, la vieja se la cargó a la espalda. Cuando la vieja no pudo seguir llevándola, fui yo quien tuvo que cargar con ella. Trepábamos por esta montaña entre zarzas y malezas hasta el pecho. Y cuando yo no pude llevarla más, Pablo me reemplazó. ¡Pero las cosas que tuvo que llamarnos la vieja para que hiciéramos eso! -movió la cabeza, acordándose-. Es verdad que la muchacha no pesa, no tiene más que piernas. Es muy ligera de huesos y no pesa gran cosa. Pero pesaba lo suyo cuando había que llevarla sobre las espaldas, detenerse para disparar y volvérsela luego a cargar, y la vieja que golpeaba a Pablo con la cuerda y le llevaba su fusil, y se lo ponía en la mano cuando quería dejar caer a la muchacha, y le obligaba a cogerla otra vez, y le cargaba el fusil y le daba unas voces que le volvían loco… Ella le sacaba los cartuchos de los bolsillos y cargaba el fusil y seguía gritándole. Se hizo de noche, y con la oscuridad todo se arregló. Pero fue una suerte que no tuvieran caballería.

- Debió de ser muy duro lo del tren -dijo Anselmo-. Yo no estuve en el tren -explicó a Jordan-. Estaban la banda de Pablo, la del Sordo, al que veremos esta noche, y dos bandas más de estas montañas. Yo me encontraba al otro lado de las líneas.

- Y además estaba el rubio del nombre raro -dijo el gitano.

- Kashkin.

- Sí, es un nombre que no logro recordar nunca. Nosotros teníamos dos que llevaban ametralladora. Dos que nos había enviado el ejército. No pudieron cargar con la ametralladora al final y se perdió. Seguramente no pesaba más que la muchacha, y si la vieja se hubiera ocupado de ellos, hubieran traído la ametralladora. -Movió la cabeza al recordarlo, y prosiguió-: En mi vida vi semejante explosión. El tren venía despacio. Se le veía llegar de lejos. Yo estaba tan exaltado, que no podría explicarlo. Se vio la humareda y después se oyó el pitido del silbato. Luego se acercó el tren haciendo chu-chu chu-chu, cada vez más fuerte, y después, en el momento de la explosión, las ruedas delanteras de la máquina se levantaron por los aires y la tierra rugió, y pareció como si se levantase todo en una nube negra, y la locomotora saltó al aire entre la nube negra; las traviesas de madera saltaron a los aires como por encanto, y luego la máquina quedó tumbada de costado, como un gran animal herido. Y luego una explosión de vapor blanco antes que el barro de la otra explosión hubiese acabado de caer. Entonces la máquina empezó a hacer ta ta ta ta -dijo exaltado, el gitano, agitando los puños cerrados, levantándolos y bajándolos, con los pulgares apoyados en una imaginaria ametralladora-. Ta ta ta ta -gritó, entusiasmado-. Nunca había visto nada semejante, con los soldados que saltaban del tren y la máquina que les disparaba a bocajarro, y los hombres cayendo; y fue entonces cuando puse la mano en la máquina, y estaba tan excitado, que no me di cuenta de que quemaba. Y entonces la vieja me dio un bofetón y me dijo: «Dispara, idiota; dispara, o te aplasto los sesos.» Entonces yo empecé a disparar, pero me costaba trabajo tener la máquina derecha, y los soldados huían a las montañas. Más tarde, cuando bajamos hasta el tren a ver lo que podíamos coger, un oficial, con la pistola en la mano, reunió a la fuerza a sus soldados contra nosotros. El oficial agitaba la pistola y les gritaba que vinieran tras de nosotros, y nosotros disparamos contra él, pero no le alcanzamos. Entonces los soldados se echaron a tierra y empezaron a disparar, y el oficial iba de acá para allá, pero no llegamos a alcanzarle, y la máquina no podía dispararle a causa de la posición del tren. Ese oficial mató a dos de sus hombres, que estaban tumbados en el suelo, y, a pesar de ello, los otros no querían levantarse, y él gritaba y acabó por hacerlos levantarse, y vinieron corriendo hacia nosotros y hacia el tren. Luego volvieron a tumbarse y dispararon. Después escapamos con la máquina, que continuaba disparando por encima de nuestras cabezas. Fue entonces cuando me encontré a la chica, que se había escapado del tren y se había escondido en las rocas, y se vino con nosotros. Y fueron esos mismos soldados quienes nos persiguieron hasta la noche.

- Debió de ser un golpe muy duro -dijo Anselmo-. Pero de mucha emoción.

- Es la única cosa buena que se ha hecho hasta ahora -dijo una voz grave-. ¿Qué estás haciendo, borracho repugnante, hijo de puta gitana? ¿Qué estás haciendo?

Robert Jordan vio a una mujer, como de unos cincuenta años, tan grande como Pablo, casi tan ancha como alta; vestía una falda negra de campesina y una blusa del mismo color, con medias negras de lana sobre sus gruesas piernas; llevaba alpargatas y tenía un rostro bronceado que podía servir de modelo para un monumento de granito. La mujer tenía manos grandes, aunque bien formadas, y un cabello negro y espeso, muy rizado, que se sujetaba sobre la nuca con un moño.

- Vamos, contesta -dijo al gitano, sin darse por enterada de la presencia de los demás-. ¿Qué estabas haciendo?

- Estaba hablando con estos camaradas. Este que ves aquí es un dinamitero.

- Ya lo sé -repuso la mujer de Pablo-. Lárgate de aquí y ve a reemplazar a Andrés, que está de guardia arriba.

- Me voy -dijo el gitano-. Me voy. -Se volvió hacia Robert Jordan-. Te veré a la hora de la comida.

- Ni lo pienses -dijo la mujer-. Has comido ya tres veces, por la cuenta que llevo. Vete y envíame a Andrés en seguida.

- ¡Hola! -dijo a Robert Jordan, y le tendió la mano, sonriendo-. ¿Cómo van las cosas de la República?

- Bien -contestó Jordan, y devolvió el estrecho apretón-. La República y yo vamos bien.

- Me alegro -dijo ella. Le miraba sin rebozo y Jordan observó que la mujer tenía bonitos ojos grises-. ¿Ha venido para hacer volar otro tren?

- No -contestó Jordan, y al momento vio que podría confiar en ella-. He venido para volar un puente.

- No es nada -dijo ella-; un puente no es nada. ¿Cuando haremos volar otro tren, ahora que tenemos caballos?

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