¿Por Quién Doblan Las Campanas? - Хемингуэй Эрнест Миллер (читать книги онлайн бесплатно полностью без сокращений .TXT) 📗
- Sí, desde hace tiempo. Y es un hombre de mucha confianza.
- ¿Y es cierto lo que dice?
- Sí, ese Pablo es cosa mala; ya verás.
- ¿Y qué podríamos hacer?
- Hay que estar en guardia constantemente.
- ¿Quién?
- Tú, yo, la mujer, Agustín. Porque Agustín ha visto el peligro.
- ¿Pensabas que las cosas iban a ir tan mal como van?
- No -dijo Anselmo-. Se han puesto mal de repente. Pero era necesario venir aquí. Esta es la región de Pablo y del Sordo. En estos lugares tenemos que entendérnoslas con ellos, a menos que se haga algo para lo que no se necesite la ayuda de nadie.
- ¿Y el Sordo?
- Bueno -dijo Anselmo-. Es tan bueno como malo el otro.
- ¿Crees que es realmente malo?
- He estado pensando en ello toda la tarde, y después de oír lo que hemos oído, creo que es así. Es así.
- ¿No sería mejor que nos fuéramos, diciendo que se trata de otro puente y buscáramos otras bandas?
- No -dijo Anselmo-. En esta parte mandan ellos. No puedes moverte sin que lo sepan. Así es que hay que andarse con muchas precauciones.
Capítulo cuarto
Descendieron hasta la entrada de la cueva en la que se veía brillar una luz colándose por las rendijas de la manta que cubría la abertura. Las dos mochilas estaban al pie de un árbol y Jordan se arrodilló junto a ellas y palpó la lona húmeda y tiesa que las cubría. En la oscuridad tanteó bajo la lona hasta encontrar el bolsillo exterior de uno de los fardos, de donde sacó una cantimplora que se guardó en el bolsillo. Abrió el candado que cerraba las cadenas que pasaban por los agujeros de la boca de la mochila y desatando las cuerdas del forro interior palpó con sus manos para comprobar el contenido. Dentro de una de las mochilas estaban los bloques envueltos en sus talegos y los talegos envueltos a su vez en el saco de dormir. Volvió a atar las cuerdas y pasó la cadena con su candado; palpó el otro fardo y tocó el contorno duro de la caja de madera del viejo detonador y la caja de habanos que contenía las cargas. Cada uno de los pequeños cilindros había sido enrollado cuidadosamente con el mismo cuidado con que, de niño, empaquetaba su colección de huevos de pájaros salvajes. Palpó el bulto de la ametralladora, separada del cañón y envuelta en un estuche de cuero, los dos detonadores y los cinco cargadores en uno de los bolsillos interiores del fardo más grande y las pequeñas bobinas de hilo de cobre y el gran rollo de cable aislante en el otro. En el bolsillo interior donde estaba el cable, palpó las pinzas y los dos punzones de madera destinados a horadar los extremos de los bloques. Del último bolsillo interior sacó una gran caja de cigarrillos rusos, una de las cajas procedentes del cuartel general de Golz, y cerrando la boca del fardo con el candado, dejó caer las carteras de los bolsillos y cubrió las dos mochilas con la lona. Anselmo entraba en la cueva en esos momentos.
Jordan se puso en pie para seguirle, pero luego lo pensó mejor y, levantando la tela que cubría las mochilas, las cogió con la mano y las llevó arrastrando hasta la entrada de la cueva. Dejó una de ellas en el suelo, para levantar la manta, y luego, con la cabeza inclinada y un fardo en cada mano, entró en la cueva, tirando de las correas.
Dentro hacía calor y el aire estaba cargado de humo. Había una mesa a lo largo del muro y sobre ella una vela de sebo en una botella. En la mesa estaban sentados Pablo, tres hombres que Jordan no conocía y Rafael, el gitano. La vela hacía sombras en la pared detrás de ellos. Anselmo permanecía de pie, según había llegado, a la derecha de la mesa. La mujer de Pablo estaba inclinada sobre un fuego de carbón que había en el hogar abierto en un rincón de la cueva. La muchacha, de rodillas a su lado, removía algo en una marmita de hierro. Con la cuchara de madera en el aire, se quedó parada, mirando a Jordan, también de pie a la entrada. Al resplandor del fuego que la mujer atizaba con un soplillo, Jordan vio el rostro de la muchacha, su brazo inmóvil y las gotas que se escurrían de la cuchara y caían en la tartera de hierro.
- ¿Qué es eso que traes? -preguntó Pablo.
- Mis cosas -dijo Jordan y dejó los dos fardos un poco separados uno del otro a la entrada de la cueva, en el lado opuesto al de la mesa, que era también el más amplio.
- ¿No puedes dejarlo fuera? -preguntó Pablo.
- Alguien podría tropezar con ellos en la oscuridad -dijo Jordan, y, acercándose a la mesa dejó sobre ella la caja de cigarrillos.
- No me gusta tener dinamita en la cueva -dijo Pablo.
- Está lejos del fuego -dijo Jordan-. Coged cigarrillos. -Pasó el dedo pulgar por el borde de la caja de cartón, en la que había pintado un gran acorazado en colores, y ofreció la caja a Pablo.
Anselmo acercó un taburete de cuero sin curtir y Jordan se sentó junto a la mesa. Pablo se quedó mirándole, como si fuera a hablar de nuevo, pero no dijo nada, limitándose a coger algunos cigarrillos.
Jordan pasó la caja a los demás. No se atrevía aún a mirarlos de frente, pero observó que uno de los hombres cogía cigarrillos y los otros dos no. Toda su atención estaba puesta en Pablo.
- ¿Cómo va eso, gitano? -preguntó a Rafael.
- Bien -contestó el interrogado. Jordan habría asegurado que estaban hablando de él cuando entró en la cueva. Hasta el gitano se encontraba molesto.
- ¿Te dejará que comas otra vez? -insistió Jordan refiriéndose a la mujer.
- Sí, ¿por qué no? -dijo el gitano. El ambiente amistoso y jovial de la tarde se había disipado.
La mujer de Pablo, sin decir nada, seguía soplando las brasas del fogón.
- Uno que se llama Agustín dice que se aburre por ahí arriba -explicó Jordan.
- El aburrimiento no mata -dijo Pablo-. Dejadle.
- ¿Hay vino? -preguntó Jordan, sin dirigirse a ninguno en particular, e inclinándose apoyó las manos en la mesa.
- Ha quedado un poco -dijo Pablo de mala gana.
Jordan decidió que sería conveniente observar a los otros y tratar de averiguar cómo iban las cosas.
- Entonces querría un jarro de agua. Tú -dijo, llamando a la muchacha y acentuando el tú con desenvoltura-, tráeme una taza de agua.
La muchacha miró a la mujer, que no dijo nada ni dio señales de haber oído. Luego fue a un barreño que tenía agua y llenó una taza. Volvió a la mesa y la puso delante de Jordan, que le sonrió. Al mismo tiempo contrajo los músculos del vientre y volviéndose un poco hacia la izquierda, en su taburete, hizo que se deslizara la pistola a lo largo de su cintura hasta el lugar que deseaba. Bajó la mano hacia el bolsillo del pantalón. Pablo no le quitaba ojo de encima. Jordan sabía que todos le miraban, pero él no miraba más que a Pablo. Su mano salió del bolsillo con la cantimplora. Desenroscó y luego alzó la tapa, bebió la mitad de su contenido y dejó caer lentamente en el interior unas gotas del líquido de la cantimplora.