¿Por Quién Doblan Las Campanas? - Хемингуэй Эрнест Миллер (читать книги онлайн бесплатно полностью без сокращений .TXT) 📗
- Sí.
- Claro -contestó él, confiando en que fuese verdad.
- Bueno -dijo la mujer-; ¿y no tienes miedo?
- Miedo de morir, no -contestó él con entera sinceridad.
- Pero ¿tienes miedo de otras cosas?
- Solamente de no cumplir como debo con mi misión.
- ¿No tienes miedo a que te cojan, como el otro?
- No -contestó él con sinceridad-; si tuviera miedo de eso estaría tan preocupado que no serviría para nada.
- Eres muy frío.
- No lo creo.
- Digo que eres muy frío de la cabeza.
- Es porque estoy muy preocupado de mi trabajo.
- ¿No te gusta la vida?
- Sí, mucho; pero no quiero que perjudique a mi trabajo.
- Te gusta beber; lo sé; lo he visto.
- Sí, mucho; pero no me gusta que perjudique a mi trabajo.
- ¿Y las mujeres?
- Me gustan mucho, aunque nunca les he dado gran importancia.
- ¿No te interesan?
- Sí, pero no he encontrado ninguna que me haya conmovido como ellas dicen que deben conmovernos.
- Creo que estás mintiendo.
- Quizá mienta un poco.
- Pero quieres a María.
- Sí, mucho; no sé por qué.
- Yo también la quiero. La quiero mucho. Sí, mucho.
- Yo también -dijo Robert Jordan, y sintió oprimírsele la garganta-. Yo también. Sí. -Le causaba placer decirlo y lo dijo solemnemente en español:- La quiero mucho.
- Os dejaré solos cuando volvamos de ver al Sordo.
Robert Jordan no dijo nada de momento. Pero luego:
- No es necesario.
- Sí, hombre. Es necesario. No tendréis mucho tiempo.
- ¿Has visto eso en mi mano?
- No, no debes creer en esas tonterías.
Y así alejaba ella todo lo que podía perjudicar a la República.
Robert Jordan no agregó nada. Miró a María, que estaba arreglando la vajilla en la alacena. La muchacha se secó las manos, se volvió y sonrió. No había oído las palabras de Pilar; pero al sonreír a Robert Jordan enrojeció bajo su piel tostada y luego volvió a sonreír.
- Está el día también -dijo la mujer de Pablo-. Tenéis la noche para vosotros, pero también podéis aprovechar el día. ¿Dónde están el lujo y la abundancia que había en Valencia en mi tiempo? Pero podréis coger algunas fresas o cualquier cosa por el estilo. Y se echó a reír.
Robert Jordan puso la mano en los recios hombros de Pilar.
- La quiero a usted -dijo-; la quiero a usted mucho.
- Eres un Don Juan Tenorio de marca mayor -repuso la mujer de Pablo, turbada ligeramente-. Sientes cariño por ¡todo el mundo, hombre. Aquí llega Agustín.
Robert Jordan se metió en la cueva y se acercó a María. La muchacha le vio acercarse con los ojos brillantes y con el rubor cubriéndole todavía mejillas y garganta.
- ¡Hola, conejito! -dijo, y la besó en la boca. Ella se apretó contra él y luego le miró a la cara.
- ¡Hola, hola! -dijo.
Fernando, que estaba aún sentado a la mesa, fumando un cigarrillo, se levantó, movió la cabeza con expresión de disgusto y salió cogiendo la carabina, que había dejado apoyada contra el muro.
- Es una cosa indecente -le dijo a Pilar- y no me gusta eso. Debieras cuidar más de esa muchacha.
- La cuido -contestó Pilar-; ese camarada es su novio.
- ¡Ah! -exclamó Fernando-, en ese caso, puesto que están prometidos, todo me parece normal.
- Me siento muy dichosa de que piense así -dijo la mujer.
- Lo mismo digo -asintió Fernando gravemente-. Salud, Pilar.
- ¿Adonde vas?
- Al puesto de arriba, a relevar a Primitivo.
- ¿A dónde diablos vas? -preguntó Agustín al hombrecilio grave, cuando éste comenzaba a subir por el sendero.
- A cumplir con mi deber -contestó Fernando, con dignidad.
- ¿Tu deber? -preguntó Agustín, burlón-. Me c… en la leche de tu deber. -Y luego, dirigiéndose a la mujer de Pablo:- ¿Dónde está ese c… que tengo que guardar?
- En la cueva -contestó Pilar-; dentro de los dos sacos. Y estoy cansada de tus groserías.
- Me c… en la leche de tu cansancio -siguió Agustín.
- Entonces vete ye… en ti mismo -dijo Pilar, sin irritarse.
- Y en tu madre -replicó Agustín.
- Tú no has tenido nunca madre -le dijo Pilar; los insultos habían alcanzado esa extremada solemnidad española, en que los actos ya no son expresados, sino sobrentendidos.
- ¿Qué es lo que hacen ahí dentro? -preguntó Agustín a Pilar confidencialmente.
- Nada -contestó Pilar-; nada. Después de todo, estamos en primavera, animal.
- ¿Animal? -preguntó Agustín paladeando el piropo-. Animal. Y tú, hija de la gran p… Me c… en la leche de la primavera.
- Lo que es a ti -dijo ella, riendo con estrépito- te falta variedad en tus insultos. Pero tienes fuerza. ¿Has visto los aviones?
- Me c… en la leche de sus motores -contestó Agustín, levantando la cabeza y mordiéndose el labio inferior.
- No está mal -dijo Pilar-. No está mal, aunque es difícil de hacer.
- A esa altura, desde luego -dijo Agustín, sonriendo-. Desde luego. Pero vale más reírse.
- Sí -dijo la mujer de Pablo-; vale más reírse. Tú eres un tío que tiene redaños y me gustan tus bromas.
- Escucha, Pilar -dijo Agustín, y hablaba ahora seriamente-. Algo se está preparando. ¿No es cierto?
- ¿Qué es lo que piensas?
- Que todo esto me huele muy mal. Esos aviones eran muchos aviones, mujer; muchos aviones.
- Y eso te hace cosquillas, como a otros, ¿no?
- ¿Qué crees tú que es lo que preparan?
- Escucha -dijo Pilar-, puesto que envían a un mozo para lo del puente, es que los republicanos preparan una ofensiva. Y los fascistas se preparan para recibirla, ya que envían aviones. Pero ¿por qué exponer a sus aviones de esta manera?