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La Casa De Citas - Robbe-grillet Alain (книги без регистрации .TXT) 📗

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Seguramente esta escena tuvo lugar otra noche; o, si ha sido hoy, se situa en cualquier caso algo mas pronto, antes de marcharse Johnson. En efecto, Lady A va senala con la mirada su alta silueta oscura, cuando anade: «Ahora vuelva a bailar con el.» La joven con tez sonrosada de muneca se vuelve tambien entonces, pero como a disgusto, o con una especie de temor, hacia el personaje de smoking negro, que, un poco apartado, de perfil, sigue mirando las cortinas corridas, como si esperara -pero sin darle demasiada importancia- que surgiera de pronto alguien en la invisible ventana.

De repente el decorado cambia. Cuando las pesadas cortinas, deslizandose lentamente por sus rieles, se abren para el cuadro siguiente, el escenario del teatrito representa una especie de claro en el bosque que, en el que los habituales de la Villa Azul reconocen enseguida la disposicion general del numero que lleva por titulo «El cebo». La colocacion y las posturas de los personajes acaban de describirse, entre la coleccion de figurillas que adornan el salon de cristal, o a proposito del jardin, o de otra cosa pesa, Sin embargo, aqui no se trata de un tigre, sino de uno de los grandes perrazos negros de la casa, mas gigantesco aun gracias a un habil efecto de la luz, y, sin duda tambien, debido a la pequena estatua de la joven mestiza que interpreta el papel de victima. (Se trata probablemente de aquella chica, comprada tiempo atras a un intermediario cantones, del que ya se ha hablado.) El hombre que hace de cazador no lleva bicicleta esta vez, pero sostiene en la mano una recia correa de cuero trenzado; y lleva gafas negras. Es inutil insistir en esta representacion que todo el mundo conoce. Una vez mas es ya muy tarde. Oigo al viejo rey loco que recorre el largo pasillo de arriba. Anda buscando algo, entre sus recuerdos, algo consistente, y no sabe que. La bicicleta ha desaparecido pues, ya no hay tigre de madera tallada, parecido pues, ya no hay tigre de madera tallada, tampoco hay perro, ni gafas negras, ni pesadas cortinas. Ya no hay jardin, ni celosias, ni pesadas cortinas que se deslizan lentamente sobre sus rieles. Ahora solo quedan restos dispersos: fragmentos de papeles de colores destenidos amontonados por el viento en el rincon de una pared, residuos de hortalizas medio podridas que seria dificil identificar con certeza, frutas aplastadas, una cabeza de pescado reducida a su esqueleto, astillas de madera (procedentes de algun delgado liston o una caja rota) nadando en el agua fangosa del arroyo por el que pasa la portada de un tebeo chino girando con lentitud.

Las calles de Hong Kong son sucias, como nadie ignora. Los pequenos comercios de rotulos verticales, escritos con cuatro o cinco ideogramas rojos o verdes, esparcen desde el amanecer, en torno a sus mostradores de productos sospechosos, pequenos desperdicios de olor insulso, que acaban cubriendo totalmente las aceras, se desbordan por la calzada, arrastrados en todas direcciones por los zuecos de los transeuntes con pijamas negros, para quedar muy pronto empapados por las bruscas lluvias torrenciales de la tarde, reducidos luego a anchas placas sin espesor por las ruedas de las jinrikishas de almohadillas agujereadas, o acumulados en inciertos montones por los barrenderos, cuyos vagos movimientos, lentos y como inutiles, se interrumpen un momento mientras los ojos oblicuos se alzan un poco, de soslayo, al paso de las criadas eurasiaticas con porte de princesas, que, al caer la noche, en medio del calor humedo y el olor a cloaca, pasean imperturbables a los perrazos silenciosos de Lady Ava.

Animal de pelo brillante, tenso sobre sus patas rigidas, que avanza con paso rapido y seguro, con la cabeza alta, tiesa, la boca apenas entreabierta, las orejas erguidas, como un perro policia que sabe donde va sin necesidad de escudrinar a derecha e izquierda para hallar su camino, ni tan solo de husmear el suelo en el que las pistas se confunden entre las inmundicias y los hedores. Finos zapatos de tacones puntiagudos cuyas tiras de piel atan el pie diminuto con tres cruces doradas. Traje cenido, apenas estriado a cada paso con tenues pliegues escurridizos en las caderas y el vientre; la seda brillante, bajo los faroles de las tiendas, tiene los mismos reflejos que el pelo oscuro del animal, que anda dos metros mas adelante, tirando de la correa, llevada con el brazo extendido, lo justo para tensar la trenza de cuero sin obligar a la paseante a modificar la rapidez o la direccion de su trayecto en linea recta, que cruza la multitud de pijamas como si fuera una plaza desierta, conservando el cuerpo inmovil, a pesar del movimiento vivo y regular de las rodillas y los muslos, bajo la falda estrecha, cuyo corte lateral solo permite pasos reducidos. Los rasgos de su cara, bajo el cabello muy negro, marcado con una roja flor de hibiscus por encima de la oreja izquierda, tienen la misma fijeza que los de un maniqui de cera. Ni siquiera baja los ojos hacia los puestos de pulpos, pescado verde y huevos fermentados, ni vuelve la cabeza, a derecha o a izquierda, hacia los rotulos debilmente alumbrados, cuyos enormes caracteres cubren toda la superficie disponible tanto en las paredes como en los pilares cuadrados de los soportales, o hacia los puestos de periodicos y revistas, los anuncios enigmaticos, los farolillos de colores vivos. Se diria que no ve nada de todo esto, como una sonambula; tampoco necesita mirar a sus pies para evitar los obstaculos, que parecen apartarse por si mismos para dejarle paso libre: un nino desnudo entre restos de hortalizas, una caja vacia que la mano de un personaje oculto quita del suelo en el ultimo momento, una escoba de paja de arroz que apenas roza los adoquines, como a tientas, lejos de la mirada ausente de un empleado municipal vestido con mono, cuyos ojos adormilados abandonan muy pronto las breves apariciones periodicas de la pierna entre los faldones del traje abierto, para atender un instante a su trabajo: el haz de paja de arroz cuyo extremo curvado por el uso empuja hacia el arroyo una imagen abigarrada: la portada de un tebeo chino.

Bajo una inscripcion horizontal en grandes ideogramas de formas cuadradas, que ocupa toda la parte superior de la pagina, el dibujo -de ejecucion tosca – representa un espacioso salon a la europea, cuyos revestimientos de madera, muy adornados con espejos y estucos, deben de dar probablemente idea de lujo; algunos hombres con trajes oscuros o spencers de tonos crema o marfil permanecen de pie, aqui y alla, conversando en grupos pequenos; en un segundo termino, hacia la izquierda, detras de un buffet provisto de un mantel que cae hasta el suelo en el que estan dispuestas numerosas bandejas repletas de sandwiches o de pastelitos, un camarero de chaqueta blanca sirve una copa de champan, en una bandeja de plata, a un personaje gordo de aspecto importante que, con el brazo extendido ya para coger la copa, habla con otro invitado mucho mas alto que el, lo cual le obliga a levantar la cabeza; al fondo de todo, pero en un lugar despejado que permite advertirlos a la primera ojeada -y mas teniendo en cuenta que se trata del centro de la imagen-, acaba de abrirse una gran puerta de dos hojas para dar paso a tres militares en uniforme de campana (monos de paracaidistas con manchas verdes y grises) que, empunando cada uno una metralleta a la altura de la cadera, inmoviles y prontos a disparar, apuntan sus armas en tres direcciones divergentes abarcando el conjunto de la sala. Pero solo algunas personas han advertido su irrupcion, en el bullicio de la recepcion mundana, una mujer de vestido largo, directamente amenazada por uno de los canones, y tres o cuatro hombres situados en su proximidad inmediata; se acusa un movimiento de retroceso en sus cabezas y sus bustos, mientras que los brazos se han paralizado en mitad de los ademanes instintivos de defensa, o sorpresa, o miedo.

En el resto del salon siguen desarrollandose las intrigas locales, como si no pasara nada. A la derecha y en primer plano, por ejemplo, dos mujeres, bastante cerca una de otra y visiblemente unidas por algun asunto momentaneo, aunque no parecen estar conversando, no han visto aun nada y prosiguen la escena iniciada sin preocuparse de lo que ocurre a diez metros de ellas. La mayor, sentada en un sofa de terciopelo rojo -o mejor dicho, de terciopelo amarillo-, observa sonriendo a la mas joven, de pie ante ella, pero vuelta de perfil en otra direccion: hacia el hombre de estatura alta que escuchaba hace un momento distraidamente al bebedor de champan, junto al buffet, y que, ahora solo, permanece apartado de la gente frente a una ventana de cortinas corridas. La joven, al cabo de unos segundos, vuelve a mirar hacia la senora sentada; su semblante, de frente, aparece grave, exaltado, bruscamente decidido; da un paso hacia el sofa rojo y, con mucha calma, subiendose un poco el borde inferior del vestido con un movimiento flexible y gracil del brazo izquierdo, hace una genuflexion ante Lady Ava, que, con mucha naturalidad, sin impresionarse, sin dejar de sonreir, tiende una mano soberana, o condescendiente, hacia la joven arrodillada; y esta, cogiendo con dulzura la punta de los dedos de unas esmaltadas, se inclina para poner en ellos sus labios. Con la nuca inclinada, entre los rizos rubios…

Pero la joven se incorpora enseguida con movimiento vivo y, de pie, desviando la mirada, se dirige resuelta hacia Johnson. Despues, de golpe, se precipitan las cosas: las cuatro frases convenidas que intercambian, el hombre que se inclina en un saludo ceremonioso ante su interlocutora, cuyos ojos siguen modestamente bajos, la criada eurasiatica que entra en la sala apartando la cortina de terciopelo, se detiene a pocos pasos de ellos y se queda mirandolos en silencio, sin que los rasgos de su rostro, tan inmoviles como los de un maniqui de cera, denoten ningun tipo de sentimiento, la copa de cristal que cae al suelo de marmol y se rompe en fragmentos menudos, centelleantes, la joven de cabello rubio que se queda contemplandolos con mirada vacia, la criada eurasiatica que avanza como una sonambula por entre los residuos, precedida por el perro negro que tira de la correa, los finos zapatos dorados que se alejan a lo largo de la linea de tiendas de comercio sospechoso, la escoba de paja de arroz, que, rematando su trayectoria curva, barre la portada ilustrada de la revista hasta la cuneta, cuya agua cenagosa arrastra la imagen de colores haciendola girar al sol.

La calle, a estas horas del dia, esta casi desierta. Hace un calor humedo y bochornoso, aun mas agobiante que de ordinario en esta epoca del ano. Los postigos de madera de las tiendecillas estan todos cerrados. El gran perrazo negro se para espontaneamente delante de la entrada habitual: una escalera angosta y oscura, muy empinada, que arranca exactamente a ras de la fachada, sin ningun tipo de puerta ni pasillo, y que sube directamente hacia unas profundidades en las que la vista se pierde. La escena que se desarrolla entonces carece de precision… La joven mira rapidamente a derecha e izquierda, como para cerciorarse de que no la vigila nadie, despues sube la escalera, todo lo aprisa que le permite el largo traje cenido; y, casi en el acto, vuelve a bajar llevando junto al pecho un sobre muy grueso y deformado, de papel pardo, que parece atiborrado de arena. Pero ?que ha pasado entretanto con el perro? Si, como todo lo indica, no ha subido con la chica, ?habra esperado tranquilamente al pie de la escalera, sin necesidad de la correa? ?O lo habra atado ella a alguna anilla, alcayata, pomo de pasamano (pero la escalera no tiene pasamano), aldaba (pero no hay puerta), clavo de alas de mosca, de gancho, viejo clavo toscamente curvado hacia arriba, retorcido y oxidado, hundido en la pared en ese lugar? Pero ese clavo no es muy solido; y la presencia insolita de semejante animal, que distingue la casa sin ambiguedad, expondria inutilmente esta a la curiosidad de posibles observadores. O acaso el intermediario se hallaba en la oscuridad, casi al comienzo de las escaleras, y la criada eurasiatica no ha tenido que subir mas que dos peldanos, sin soltar la correa, y alargar la mano hacia el sobre -o el paquete- que le tendia el personaje invisible, para volverse sin perder mas tiempo. O mas bien, habia en efecto un personaje al comienzo de la escalera y estaba realmente alli esperando, pero se ha limitado a acercar la mano para coger el extremo de la correa que le ha dado la criada, mientras ella subia corriendo la exigua escalera para llegar hasta el intermediario, que habia permanecido en su cuarto, despacho, oficina o laboratorio.

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