La Casa De Citas - Robbe-grillet Alain (книги без регистрации .TXT) 📗
Fue en este preciso momento cuando la policia inglesa irrumpio en el gran salon de la Villa Azul, pero ya se ha descrito detalladamente este episodio: el silbato estridente y breve que para en seco a la orquesta y el guirigay de las conversaciones, los tacones claveteados de los dos soldados en short y camisa de manga corta que resuenan en las losas de marmol, en medio de la calma subita, las parejas que se quedan paralizadas en mitad de una figura, el hombre con una mano tendida hacia adelante, en direccion a su companera, medio vuelta aun, o ambos cara a cara, pero mirando a un lado diferente, uno a la derecha y el otro a la izquierda, como si en el mismo instante les hubieran llamado la atencion unos hechos diametralmente opuestos, otras parejas, por el contrario, se quedan con la mirada mutuamente fija en sus zapatos, o con los cuerpos pegados uno a otro en un abrazo inmovil, y despues del registro minucioso de todos los invitados, la interminable anotacion de sus nombres, senas, profesion, fecha de nacimiento, etc., hasta la frase final pronunciada por el teniente, que sigue a las palabras «… crimen necesario y no gratuito» y que concluye: «Nadie mas podia tener interes en su desaparicion.»
– Tomara una copa de champan -dice entonces Lady Ava en su tono mas tranquilo.
A pocos metros detras de ella, de pie junto al marco de una puerta, semejante a una criada con mucha clase que esta pronta a responder a la primera llamada, cuerpo rigido y semblante de cera petrificado en esa especie de sonrisa impasible propia del Extremo Oriente, que en realidad no es una sonrisa, una de las jovenes eurasiaticas (creo que es la que no se llama Kim) mira sin pestanear hacia su senora. Parece ignorar el incidente, y permanece, como de costumbre, atenta y ausente, acaso llena de ideas sombrias tras su mirada directa y franca, presente al menor signo, eficiente, impersonal, transparente, quiza perdida todo el dia en suenos esplendidos y sangrientos. Pero, cuando mira algo o a alguien, se coloca siempre de frente y con los ojos bien abiertos; y, cuando anda, no vuelve la cabeza a derecha ni a izquierda, hacia el decorado con ornamentos barrocos que la rodea, hacia los invitados con quienes se cruza, aun conociendo a la mayor parte de ellos desde hace varios anos, o varios meses, hacia los rostros de los transeuntes anonimos, hacia los pequenos comercios con sus abigarradas mesas de fruta o pescado, hacia los caracteres chinos de los anuncios y rotulos cuyo significado ella al menos debe de conocer. Y, cuando, al final de su trayecto, llega a la casa de la cita, ante aquella estrecha y empinada escalera sin pasamano que arranca justo a ras de la fachada, para hundirse directamente hacia unas profundidades sin luz, y que se parece a todas las otras entradas de la larga calle rectilinea, la criada da un brusco cuarto de vuelta a la izquierda y sube sin vacilacion los peldanos incomodos, sin dejar adivinar siquiera la molestia causada por la falda cenida de su traje; con pocos pasos ha desaparecido en la oscuridad total.
Sube hasta el segundo piso sin ver nada, o hasta el tercero. Llama a una puerta, tres golpes discretos, y entra enseguida sin aguardar respuesta. No es el intermediario quien esta hoy aqui para recibida, sino el hombre de quien solo conoce el apodo: «el viejo» (aunque seguramente no tiene mas de sesenta anos), y que se llama Edouard Manneret. Esta solo. Da la espalda a la puerta por la que la muchacha acaba de entrar en el cuarto y que ha cerrado luego, quedandose apoyada en la hoja de madera. El viejo esta sentado en su sillon, delante de su mesa de trabajo. Escribe. No presta la menor atencion a la muchacha, cuya llegada no parece siquiera haber advertido, aunque ella no ha tomado ninguna precaucion particular para no hacer ruido; pero su modo de andar es silencioso de por si y cabe la posibilidad de que el hombre no haya oido realmente que alguien entraba. Sin intentar hacer nada que le indique su presencia, la muchacha aguarda a que se decida a mirar hacia ella, lo cual tarda seguramente bastante rato en producirse.
Pero despues (?inmediatamente despues o un poco mas tarde?) la criada esta frente a el, ambos de pie en un rincon oscuro de la estancia, inmoviles y callados; y es ella la que esta colocada de espaldas a la pared, como si hubiera retrocedido hasta alli lentamente, por desconfianza o por miedo al viejo que, a dos pasos de ella, la domina muy por encima de su cabeza. Y ahora la muchacha se inclina sobre la mesa de despacho de la que el no se ha movido aun; ha puesto una mano en el revestimiento de piel verde cuya superficie desgastada desaparece casi por completo bajo un monton de papeles desordenados, y con la otra mano -la derecha- se apoya en el perfil de cobre que protege el contorno de la mesa de caoba; delante de ella, el hombre, que sigue sentado en su sillon, ni siquiera ha levantado la vista hacia su visitante; mira los dedos finos con las unas esmaltadas de rojo que se apoyan por su extremo en una pagina manuscrita, de formato comercial, llena solo en sus tres cuartas partes de una letra muy pequena, regular y apretada, sin ninguna tachadura; la palabra que parece senalar el indice de la criada es el verbo «representa» (tercera persona del singular del presente de indicativo); unas lineas mas abajo ha quedado interrumpida la ultima frase: «contaria, a su regreso de un viaje…» No ha encontrado la palabra que iba despues.
La tercera imagen lo muestra otra vez de pie; pero ahora Kim esta medio tendida cerca de el en el borde de un divan con la ropa revuelta. (?Se veia ya antes el divan en este cuarto?) La muchacha va vestida con el mismo traje cenido, abierto lateralmente segun la moda china, cuya delgada seda blanca, sin duda en contacto directo con la piel, forma en la cintura una multitud de diminutos pliegues dispuestos en abanico, producidos por la torsion muy marcada que afecta al cuerpo largo y flexible. Un pie se apoya en el suelo con la punta del zapato de tiras; el otro, descalzo pero enfundado aun en su media transparente, descansa en el borde extremo del colchon, mientras la pierna, doblada en la rodilla, se libera, en la medida de lo posible, de la estrechez de la falda por la abertura lateral; el muslo opuesto (o sea el izquierdo) se aplica en toda su longitud por su cara externa, hasta la cadera, a las mantas deshechas, mientras el busto se yergue sobre un codo (el codo izquierdo) volviendose hacia el lado derecho. La mano derecha, abierta, se extiende sobre la cama, con la palma ofrecida y los dedos apenas curvados. La cabeza esta un poco inclinada hacia atras, pero la cara ha conservado su faz de cera, su sonrisa petrificada, sus ojos enteramente abiertos, su total ausencia de expresion. Manneret, por el contrario, presenta los rasgos tensos de quien observa con atencion febril el desarrollo de un experimento, o de un crimen. Esta tan inmovil como su companera, cuyo semblante indescifrable escruta, como si esperara que por fin se produjese en el algun signo esperado, o temido, o imprevisible. Una de sus manos avanza, en un ademan contenido, quiza pronta a intervenir. Con la otra sostiene una copa de cristal muy fino, cuya forma recuerda la de una copa de champan, pero mas pequena. Queda un resto de liquido incoloro en su fondo.
En un postrer cuadro, se ve a Edouard Manneret yaciendo en el suelo, con su traje de calle de tono oscuro, que no acusa ningun desorden, entre el divan impecablemente arreglado y la mesa de trabajo en la que la pagina comenzada sigue inconclusa. Esta echado boca arriba cuan largo es, con los brazos tendidos a cada lado del cuerpo, del que se apartan ligeramente, de modo simetrico. En todo el cuarto, a su alrededor, no se advierte rastro alguno de efraccion, lucha o accidente. La ausencia de toda accion se prolonga asi durante un tiempo considerable, hasta el momento en que el reloj forrado de piel que se halla en el escritorio deja oir, en medio del silencio, el timbre regular del despertador; los espectadores, que reconocen este final, empiezan entonces a aplaudir, y se levantan de sus butacas, unos tras otros, para dirigirse aislados o en pequenos grupos hacia la salida, hacia la escalera acolchada con una gruesa moqueta roja, hacia el gran salon donde los aguardan los refrescos. Lady Ava, sonriente y relajada, esta rodeada de mucha gente, como es normal: todo el mundo quiere manifestar su agradecimiento, acompanado de comentarios elogiosos, a la senora de la casa antes de despedirse. Cuando me ve, viene hacia mi con su mas abierto y anodino semblante, como si hubiera perdido todo recuerdo de las palabras graves que ha pronunciado hace un instante, asi como de los acontecimientos que motivaban su inquietud, diciendome con su voz mundana y tranquila: «Venga a tomar una copa de champan.» Sonrio a mi vez y le contesto que me disponia precisamente a hacerla, y, antes de trasladarme al buffet, la felicito por el exito de su velada.
De modo que aqui es donde se situa, una vez mas, el dialogo entre el hombre gordo y colorado y su interlocutor de estatura alta y smoking muy oscuro que inclina un poco la cabeza para escuchar las historias que el otro le cuenta alzando hacia el su faz congestionada, sin fijarse en la bandeja de plata que le presenta el camarero de chaqueta blanca. No obstante, el hombre gordo tiende la mano en esa direccion, pero parece haber olvidado por completo el motivo de su gesto y hasta su misma mano, que sigue alli, en el vacio, a veinte centimetros aproximadamente de la copa llena hasta el borde, que tambien el camarero ha dejado de vigilar para mirar hacia otra parte, y que se inclina peligrosamente.
A la larga, la mano del hombre gordo se ha cerrado un poco sobre si misma, permaneciendo solo el indice extendido y el medio parcialmente doblado. En este dedo, grueso y corto como los demas, lleva una voluminosa sortija china cuya piedra dura, labrada con arte y minucia, representa a una joven medio tendida en el borde de un sofa, con uno de sus pies descalzos apoyado aun en el suelo, el busto recostado en un codo y la cabeza inclinada hacia atras. El cuerpo flexible que se retuerce por influjo de no se sabe que extasis, o que dolor, comunica a la fina seda negra del traje cenido varias series de pequenos pliegues divergentes: en la parte alta de los muslos, en la cintura, en los pechos, en las axilas. Es un vestido tradicional, estrecho y severo, con mangas largas cenidas en las munecas y un corto cuello recto que aprisiona el suyo; pero en vez de estar abierto solo hasta encima de la rodilla, lo esta hasta la cadera. (Seguramente va provisto lateralmente de una invisible cremallera que sube hasta debajo del brazo, e incluso quiza vuelve a bajar por la cara interna de este hasta la mano.) La mano derecha, que descansa sobre la cama desecha, con la palma hacia arriba, retiene aun bajo el pulgar una pequena jeringuilla de vidrio provista de su aguja. Una ultima gota de liquido se ha escurrido por su punta hueca y tallada en bisel, dejando en la sabana una mancha redonda del tamano de un dolar de Hong Kong.