El Abisinio - Rufin Jean-christophe (бесплатные онлайн книги читаем полные .TXT) 📗
– Si… no… no se -dijo Alix turbada.
– Por supuesto, esto es un poco cruel -dijo Francoise-. Habria podido dirigirme a usted hace mucho tiempo. ?Cree que me complacia ver como daba vueltas por aqui sola, a dos pasos de mi?
Un mechon espeso de cabello se desprendio de su mono de azabache, le cayo sobre la sien, y Francoise lo volvio a colocar en su sitio. Alix observo sus manos enrojecidas por el trabajo y sus unas rotas y cortas; sin embargo eran las manos de una mujer, se veia en la calidad de su piel que tornaba invisible el relieve de las venas para darle la gracia de un objeto liso.
– Pero comprendame -prosiguio Francoise-. Tenia ordenes. Y mas ordenes. Evidentemente, siempre se puede desobedecer. Pero sobre todo es que habia hecho una promesa.
– ?Una promesa? Pero ?que ha prometido y a quien? -pregunto Alix.
– A Juremi. Me hizo jurar que esperaria a que usted se hubiera instalado, que vigilaria si el cura duerme bien cada dia… Por cierto, ?como va el brebaje que le prepararon? ?Queda suficiente?
– La mitad de la garrafa.
– Recuerdeme que agregue mas cuando se acabe.
– ?Tiene usted mas? -pregunto Alix, que ya habia empezado a preocuparse ante la perspectiva de que se agotara el reconstituyente.
– Tanto como desee. ?Es el aguardiente que nos vende su senor padre a veinte piastras!
Francoise se echo a reir, con la boca abierta. Tenia una dentadura perfecta, los dientes con un esmalte como de perlas. Luego continuo hablando en un tono mas seno.
– Le he prometido todo esto a Juremi. Y ahora solo me resta darle la carta.
– ?La carta! -exclamo Alix.
La joven no entendia nada: Juremi, una carta… De repente todo aquello empezaba a asustarla.
Francoise hizo un gesto para que guardara silencio y aguzo el oido para comprobar que el cura no se habia despertado. Al ver que no pasaba nada y que la muchacha estaba en ascuas, metio la mano en su vestido y saco un sobre.
– Esto es lo que tenia que darle. Ha esperado quince dias, y ahora dos minutos le parecen demasiado. Tenga.
Alix cogio el sobre y leyo: «Para la senorita De Maillet.» Era la misma letra de la nota que leia y releia desde el primer dia, la letra de Jean-Baptiste.
4
La gran caravana se reagrupo lentamente al cabo de tres dias. Un intenso calor abrasaba las regiones que iban a atravesar, situadas cada vez mas al sur. La luna iluminaba el desierto conforme ascendia en el cielo, asi que decidieron continuar la marcha durante la noche. Partirian siempre por la tarde, a la caida del sol. Los pozos empezarian a escasear paulatinamente, y mas aun las provisiones. Tuvieron que abastecerse de alimentos para ocho dias, y en el ultimo momento foseph se vio obligado a llevar un bulto a la espalda, porque las monturas iban cargadas a mas no poder.
Con su semblante impenetrable habitual, Hadji Ali iba y venia, comprobaba la carga de la caravana, daba ordenes a gritos y hacia restallar el latigo. Paso por delante de Poncet varias veces sin hacer ninguna alusion a los efectos de su tratamiento, y el medico se abstuvo de preguntarle nada antes de que hubieran transcurrido los tres dias.
Emprendieron la marcha y avanzaron lentamente en la placidez de la noche. La luna lanzaba una luz blanca como la harina, que moldeaba el relieve de las cosas y esculpia las sombras. El suave balanceo de los camellos, el silencio quedo de los hombres y el ruido amortiguado de cientos de pasos sobre la arena sumia a todo el mundo en un sosiego y un sopor casi implacable. Habia que hacer verdaderos esfuerzos para no dormirse.
Al despuntar el alba, cuando el cielo empezaba a tenirse a su izquierda de un resplandor cardeno, llegaron al primer hontanar de agua y montaron el campamento. No era ni mucho menos un oasis, solo habia unos arboles y un pozo saturado de alumbre. El agua tenia un color repugnante y un gusto espantoso. Los hombres se refrescaron el rostro y se humedecieron el pelo, pero se abstuvieron de beber; era preferible aguantarse la sed, y esperar a morir de otra cosa.
Aquella noche se cumplia el tercer dia del tratamiento. Cuando hubieron acampado, Hadji Ali se dirigio hacia Poncet, paso por delante de el con cara de pocos amigos y fue a reunirse con los camelleros que se hallaban congregados alrededor del pozo, a pocos metros de alli, para asearse antes de hacer sus plegarias. Hadji Ali, con lentitud, hizo lo propio. Se quito toda la ropa menos los amplios bombachos de tela y se descalzo. Se lavo con agua, escupio y, tras recoger la tunica y el turbante con una mano y las botas con la otra, se acerco a Poncet. Este observo que en toda la superficie de la piel solo le quedaba una excrecencia imperceptible que pronto iba a desaparecer. Habia erradicado el mal. Hadji Ali saludo respetuosamente a Jean-Baptiste, volvio a enfundarse en su tunica y continuo su camino, hacia un lugar retirado donde desenrollo su esterilla para rezar.
Joseph, que habia presenciado la escena, se santiguo con disimulo y dijo:
– ?Dios mio, es un milagro!
Jean-Baptiste se sintio un poco ofendido, pues interpreto su observacion como una forma de menospreciar sus meritos.
– ?Sabe usted lo que ha escrito el cabalista? -inquirio-. Pues que quien cree en milagros es un imbecil.
El padre De Brevedent bajo la vista.
– Y quien no cree un ateo. Medite sobre ello esta noche, cuando nos pongamos en camino.
Los dias y las noches siguientes fueron identicos a los anteriores. La caravana del desierto habia retomado su ritmo para surcar la senda de la mas absoluta soledad. En varias ocasiones durmieron en medio de aquella inmensidad, sin mas sombra que las pieles extendidas a modo de tiendas; el interior parecia una sauna. Al contrario que los primeros dias, los ratos de descanso eran aun mas penosos que la marcha, que ahora se hacia con el ambiente fresco de la oscuridad. Llegaron a otro pozo, esta vez con agua dulce donde llenar los odres.
Despues de comprobar por si mismo las aptitudes del medico, Hadji Ali se mostro mas respetuoso con Jean-Baptiste. Aunque no era un hombre locuaz, por lo menos aceptaba responder a sus preguntas y a veces, por propia iniciativa, le informaba de cosas que le parecian utiles. Aquel dia, antes de salir, Hadji Ali fue en busca de Poncet y le dijo:-Hasta el oasis de El Vah viajaba otro franco en la caravana, ?lo sabia?
– Me lo habian dicho, pero no lo hemos visto. ?Quien es?
– Lo ignoro. Va delante de nosotros, a dos dias.
– ?Quien lo acompana?
– Va en un camello y lleva otro detras con la carga. Pero el hombre esta solo.
En cuanto el camellero se hubo ido, Joseph se le acerco para pedirle encarecidamente noticias. Pero Jean-Baptiste le dijo que todo iba bien, en parte porque se compadecia del jesuita, y en parte para no agudizar mas aun su exasperante consternacion.
Se sucedieron aun unas cuantas jornadas de aplastante reposo y otras tantas noches de marcha bajo la luz blanquecina y cegadora de la luna llena. Por fin empezaron a ascender hasta llegar a una meseta desertica, que tardaron una jornada entera en atravesar. Al amanecer descubrieron a sus pies el inmenso valle del Nilo, nimbado por la bruma que los campos habian exhalado durante la noche. Una gran ciudad senoreaba el recodo del rio. De la mole plana de casas de adobe emergian el verdor rectangular de los jardines y los minaretes macizos como torreones, muy diferentes de las agujas otomanas del Bajo Egipto. Habian llegado a Dongola, la primera ciudad del reino de Senaar. La caravana se detuvo al pie de sus murallas. Hadji Ah y Poncet, seguido de su criado, que iba tres pasos por detras, entraron en la ciudad hacia el mediodia y fueron a presentar sus cartas de recomendacion y sus presentes al principe que gobernaba la ciudad en nombre el Rey de Senaar.
Era un hombrecillo enclenque que parecia abismado en una especie de trono cubierto con telas de colores intensos. Recibio a los viajeros con muchos miramientos y pidio a Poncet que se dignara curar a su hija menor, una nina de once anos que se estaba quedando ciega. Mandaron llamar a la pequena princesa, que solo podia caminar del brazo de una sirvienta porque tenia los parpados pegados con unos humores amarillentos. El gobernador explico que algunas noches habia que atarle las manos a la espalda, pues en cuanto se tocaba sus parpados, se intensificaba la inflamacion. Jean Baptiste le pidio a Joseph que le acercara el cofre de los remedios. Saco un polvo rojo y recomendo que lo disolvieran en un agua muy pura. Luego prescribio que le lavaran los ojos con esta solucion tres veces al dia, y que por la noche le aplicaran en los parpados un aposito de algodon empapado con la misma sustancia.
Al dia siguiente la nina tenia los ojos secos. Tres dias despues ya los podia abrir con normalidad, y poco despues recupero la vista sin que quedaran secuelas. El gobernador, loco de contento, le pregunto a Poncet en que podia complacerle, pero el medico respondio que solo deseaba su proteccion. Durante la semana que se prolongo su estancia en Dongola, recibieron un trato honorifico y durmieron en el palacio; les sirvieron jarrete de antilope y filete de oso hormiguero, aunque se perdieron la mejilla de hipopotamo, con gran pesar del gobernador, pues no era la estacion. Entre los grandes senores y sus familias habia muchos enfermos, por lo que estaba bastante ocupado. El gobernador puso a su disposicion un caballo y un asno para su servidor, de modo que tambien tuvieron la oportunidad de pasear por los alrededores de la ciudad y admirar el valle extraordinariamente fertil. En aquel lugar, el ribazo del rio se elevaba dos o tres metros sobre el nivel de las aguas. La tierra no se regaba naturalmente, por crecidas, como en Egipto; gracias a un inmenso y constante trabajo, aquellos hombres habian creado ingeniosos mecanismos provistos de norias, troncos huecos y pequenas esclusas que facilitaban el riego de los cultivos. De regreso, Poncet felicito al gobernador por la laboriosidad de su pueblo, y le manifesto tambien su admiracion. El hombrecillo le respondio con entusiasmo:
– Esta ciudad es la suya, si asi lo desea. Quedese a mi lado como medico y a partir de manana dispondra de veinte fanegas en el valle y treinta familias para cultivarlas. Tendra una casa en la ciudad y una cuadra con camellos y caballos arabes. Le aseguro que sera usted feliz aqui.
Por una vez, Hadji Ali fue util. Le recordo con cortesia al gobernador que el viajero tranco debia acudir junto al Negus y que su ofrecimiento, por muy generoso que fuera, solo podria llevarse a efecto cuando estuvieran de vuelta. Todos los pueblos del Nilo consideraban a los abisinios como los «senores de las aguas», porque eran los duenos del nacimiento del rio y podian desviar o desecar su curso a su antojo. Nadie se habria arriesgado a provocar al rey del pais de las aguas, de modo que el gobernador se resigno.