Los Jardines De Luz - Maalouf Amin (версия книг .TXT) 📗
Prologo
Al contrario que el Nilo, que se puede descender llevado por la corriente o remontar a vela, el Tigris es un rio de sentido unico. En Mesopotamia, los vientos corren, como las aguas, de la montana hacia el mar, nunca hacia tierra adentro, hasta tal punto que las barcas, a la ida, deben cargar con asnos y mulas que puedan remolcarlas a la vuelta por los secos caminos, como bamboleantes y azarados cascarones, hasta su lugar de atraque.
En el extremo norte, donde nace, el Tigris indomito corre entre las rocas y solo algunos barqueros armenios se atreven a navegarlo, con los ojos clavados en las efervescencias de las perfidas aguas. Extrana arteria en la que los navegantes no se cruzan, no se adelantan, no intercambian saludos ni consignas. De ahi esa impresion embriagadora de navegar solo, sin demonio protector, sin otra escolta que las palmeras de las orillas.
Luego, al llegar a la ciudad de Ctesifonte, metropoli del pais de Babel y residencia de los reyes partos, el Tigris se calma, la gente puede acercarse a el sin respeto, ya no es mas que un gigantesco brazo fluido que se puede cruzar de una orilla a otra en unos serones redondos de fondo plano en los que se amontonan hombres y mercancias y que se hunden hasta la borda y a veces giran como trompos sin que por ello naufraguen, vulgares cestos de junco trenzado que despojan al rio del Diluvio de su imponente aspecto. Es entonces tan manso que pueden chapotear en el unas siniestras parejas abrazadas: pellejos de animales decapitados, vaciados, recosidos y luego inflados, a los que se aferran cuerpo a cuerpo los nadadores, como para una danza de supervivencia.
La historia de Mani comienza al alba de la era cristiana, menos de dos siglos despues de la muerte de Jesus. A las orillas del Tigris han quedado rezagados multitud de dioses. Algunos emergieron del Diluvio y de las primeras escrituras, otros vinieron con los conquistadores o con los mercaderes. En Ctesifonte, pocos fieles reservan sus plegarias para un unico idolo, sino que van de templo en templo dependiendo de las celebraciones. Se acude al sacrificio de Mitra para merecer una parte del festin; luego, a la hora de la siesta, se busca un rincon de sombra en los jardines de Istar y, al final del dia, se va a merodear por los alrededores del santuario de Nanai para acechar la llegada de las caravanas; es junto a la Gran Diosa donde los viajeros encuentran refugio para pasar la noche. Los sacerdotes los reciben, les ofrecen agua perfumada y luego les invitan a inclinarse ante la estatua de su bienhechora. Aquellos que vienen de lejos pueden dar a Nanai el nombre de una divinidad familiar; los griegos la llaman a veces Afrodita, los persas Anahita, los egipcios Isis, los romanos Venus, y los arabes Allat; para todos es madre nutricia y su seno generoso huele a la calida tierra roja regada por el rio eterno.
No lejos de alli, sobre una colina que domina el puente de Seleucia, se yergue el templo de Nabu. Dios del conocimiento, dios de lo escrito, vela por las ciencias ocultas y visibles. Su emblema es un estilete, sus sacerdotes son medicos y astrologos y sus fieles depositan a sus pies tablillas, libros o pergaminos que el acepta mas gustoso que cualquier otra ofrenda. En los gloriosos dias de Babilonia, el nombre de este dios precedia al de los soberanos, que por eso se llamaban Nabonasar, Nabopolasar, Nabucodonosor… Hoy, solo los letrados frecuentan el templo de Nabu, el pueblo prefiere venerarle a distancia; cuando la gente pasa por delante de su portico para acudir ante otras divinidades, apresura el paso lanzando furtivas y temerosas miradas hacia el santuario, ya que Nabu, dios de los escribas, es tambien el escriba de los dioses, el unico encargado de inscribir en el libro de la eternidad los hechos pasados y venideros. Algunos ancianos, al bordear la pared ocre del templo, se tapan el rostro precipitadamente. Quiza Nabu haya olvidado que estan aun en este mundo, ?por que recordarselo?
Los letrados se rien de los temores de la multitud. Ellos, que aman la sabiduria mas que el poder o la riqueza, mas incluso que la felicidad, se jactan de venerar a Nabu mas que a cualquier otro dios. El miercoles, dia consagrado a su idolo, se reunen en el recinto del templo. Copistas, negociantes o funcionarios reales forman pequenos corros animados y locuaces que deambulan, cada uno segun sus costumbres. Unos toman la avenida central y rodean el santuario para desembocar en el estanque oval donde nadan los peces sagrados. Otros prefieren la avenida lateral, mas umbria, que lleva al cercado donde estan encerrados los animales para el sacrificio. De ordinario, gacelas, corderos, pavos reales y cabritos andan sueltos por los jardines; solo permanecen encerrados algunos toros y dos lobos cautivos; pero la vispera de las ceremonias, los esclavos que dependen del templo reunen a los animales para dejar libres las avenidas y prevenir la caza furtiva.
Entre los paseantes del miercoles, se reconoce facilmente a Pattig. Unas piernas enfundadas en un pantalon con forma de tubo, plisado a la moda persa, unos brazos delgados que revolotean bajo una capa de brocado y, coronando esta silueta endeble, envuelta en colores vivos, una cabeza que parece robada a una estatua de gigante: barba oscura abundante, rizada como un racimo de uvas, y cabellera espesa y esponjada, sujeta en la frente por una banda de sarga bordada con la insignia de su casta, la de los guerreros, que es solo una reliquia, ya que Pattig no ejerce ya ni la guerra ni la caza. En sus ojos se ha apagado toda violencia y sus labios estan constantemente agitados por un temblor, como si una pregunta, contenida durante mucho tiempo, se dispusiera a brotar.
Aunque apenas tiene dieciocho anos, este hijo de la alta nobleza parta estaria rodeado de una gran consideracion si su mirada no trasluciera un candor infantil que le despoja de toda majestad. ?Como no recibir con sonrisas condescendientes a aquel que irrumpe ante un desconocido y se presenta en estos terminos: «Soy un buscador de la verdad»!
Precisamente con estas palabras se ha dirigido Pattig, este miercoles, a un personaje totalmente vestido de blanco que se mantiene apartado, inclinado sobre el estanque oval, y que lleva en la mano un largo baston nudoso, rematado por una empunadura colocada de traves que golpetea con un movimiento protector.
– Buscador de la verdad -repite el hombre sin burla aparente-. ?Como no serlo en este siglo en el que tanta devocion se codea con tanta incredulidad!
El joven parto se siente en terreno amigo.
– Mi nombre es Pattig. Soy originario de Ecbatana.
– Y yo soy Sittai, de Palmira.
– Tus ropas no son las de la gente de tu ciudad.
– Tus palabras no son las de la gente de tu casta.
El hombre ha acompanado su replica con un gesto de irritacion. Pattig, que no ha notado nada, prosigue:
– ?Palmira! ?Es verdad que han erigido alli un santuario sin estatua, consagrado «al dios desconocido»?
El otro deja transcurrir un largo rato antes de responder con evidente desgana:
– Eso dicen.
– ?Asi que jamas has visitado ese lugar! Sin duda hace mucho tiempo que abandonaste tu ciudad.
Pero el palmireno se contenta con un carraspeo. Sus rasgos se han endurecido y mira a lo lejos como para divisar a un amigo que se hubiera retrasado. Pattig no insiste. Susurra una palabra de despedida y se une al corro mas proximo sin dejar de vigilar al hombre con el rabillo del ojo.
Aquel que se ha identificado como Sittai permanece en el mismo lugar, solo, jugueteando con su baston. Cuando le ofrecen una copa de vino, la toma, aspira su perfume y hace ademan de llevarsela a los labios, pero Pattig observa que en cuanto el sirviente se aleja, derrama la bebida al pie de un arbol hasta la ultima gota; cuando le presentan una brocheta de langostas asadas, la actitud es la misma: comienza por rechazarla y, puesto que insisten, toma una y pronto la deja caer por detras de el, hundiendola luego en el suelo de un taconazo antes de inclinarse sobre el estanque para enjuagarse los dedos.
Absorto en ese espectaculo, Pattig no escucha a sus interlocutores que, irritados, se apartan de el. Solo le distrae la voz de un joven sacerdote clamando que la ceremonia va a comenzar e invitando a los fieles a apresurarse hacia la gran escalinata que lleva al santuario. Algunos tienen aun en la mano una copa o un vaso y conversan mientras caminan, pero sus pasos pronto se aceleran, ya que nadie quiere perderse los primeros momentos de la celebracion.
Sobre todo, hoy. En efecto, se ha corrido el rumor de que, la vispera, Nabu se habia agitado en su pedestal, senal manifiesta de su deseo de moverse. Hasta parece que se vieron gotas de sudor que le corrian por las sienes, la frente y la barba, y que el Gran Sacerdote le habia prometido de rodillas organizar una procesion ese miercoles a la puesta del sol. Segun una antigua tradicion, Nabu conduce el mismo sus cortejos; los sacerdotes se contentan con llevarlo, con los brazos estirados, muy alto por encima de sus cabezas, y el dios, con imperceptibles empujones, les indica la direccion que deben tomar. Algunas veces, les hace ejecutar una danza, otras, un largo trayecto rectilineo que les lleva a un lugar donde exige que se le deposite. Sus menores movimientos son otros tantos oraculos que los adivinos tonsurados se comprometen a interpretar; porque el idolo habla de cosechas, de guerras y de epidemias, dirigiendo a veces a este o a aquel personaje unas senales de alegria o de muerte.
Mientras los fieles penetran por grupos en el santuario y el canto de los oficiantes va ganando en amplitud, Sittai, que se ha quedado solo afuera, pasea de un lado a otro por el atrio que lleva desde la gran escalinata a la puerta oriental.
El sol no es ya mas que una cresta de ladrillo ardiente, lejos, mas alla del Tigris; los portadores de antorchas forman un semicirculo en torno al altar, los sacerdotes inciensan la estatua de Nabu, los chantres recitan un encantamiento, acompanandose de un monotono timbal: