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El Abisinio - Rufin Jean-christophe (бесплатные онлайн книги читаем полные .TXT) 📗

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El consulado de El Cairo era uno de los destinos mas envidiados de todo el Levante porque estaba relativamente alejado de la embajada de Francia en Constantinopla, de quien dependia, y ademas porque la ciudad de El Cairo no era un puerto de paso, lo que tambien suponia menos complicaciones. Su funcion se reducia exclusivamente a gobernar un turbulento tropel de mercaderes y aventureros. Aquellos hombres, arrastrados hasta alli por un cumulo de circunstancias generalmente fuera de lo comun, tenian la osadia de considerar el valor como una virtud, el dinero como una fuerza poderosa, y los anos de exilio como un titulo insigne. No obstante, el consul tenia a bien recordarles que el unico poder era la ley -que por lo demas no los amparaba demasiado-, y que la unica virtud era la ascendencia noble, que no alcanzarian jamas. Pero por encima de todo, y el senor De Pontchartrain habia insistido mucho en ello, lo mas importante era entenderse lo mejor posible con los turcos. A este respecto, la gran politica de Francia -que favorecia, aunque en secreto, la alianza otomana contra el Imperio-, era tan importante como la seguridad cotidiana, y nada tranquilizaba tanto a la nacion franca como saber en todo momento que, a una senal del consul, los turcos procederian a la expulsion inmediata de los aguafiestas.

A esto hay que anadir que el consul no pagaba alquiler, que recibia cuatro mil libras de renta anual, seis mil quinientas libras para el condumio y el personal, y que su posicion le daba derecho a disfrutar de una franquicia que le permitia adquirir cien toneladas de vino anuales a dos piastras y media, lo cual le procuraba un beneficio considerable. En prueba de gratitud por estos favores que lo hacian rico, cada mes el senor De Maillet reiteraba los halagos a su protector en las cartas que partian en los barcos de la Compania de las Indias con escala en Alejandria. El proposito fundamental de estas misivas era el elogio, evidentemente; no obstante, para evitar que tantos cumplidos terminaran cansando a su destinatario o le produjeran animadversion, el consul los disimulaba con otros asuntos sacados de la realidad local. De modo que, cuando su discurso estaba bien nutrido, podia adoptar la forma de breves memorias como aquella -su gran orgullo, aunque nunca estuvo seguro del efecto causado- que contemplaba la posibilidad de unir el Mediterraneo y el mar Rojo a traves de un canal.

El senor De Pontchartrain respondia siempre a sus cartas. Las comentaba y en ocasiones agregaba algunas puntualizaciones politicas. En su ultimo correo, fechado hacia mas de un mes, el ministro, por primera vez, habia hecho una alusion que podia interpretarse como una instruccion directa. Segun sus palabras, el consul debia prepararse para recibir la visita de un jesuita que habia estado en Versalles y que en aquellos momentos seguramente estaria camino de Roma. El ministro instaba expresamente al senor De Maillet a ejecutar los designios del clerigo, cuya voluntad debia acatar como si fuera la del Consejo y la del Rey en persona.

E,l senor De Maillet se habia alarmado por la forma de obrar de su tio. Imaginaba que si se tomaban la molestia de mandar a un mensajero para evitar el riesgo de una correspondencia, solo podria deberse a que las ordenes eran estrictamente confidenciales. Sin embargo, como el jesuita no aparecia, el consul se habia tranquilizado pensando que la politica de los soberanos es un quehacer misterioso que puede cambiar de rumbo constantemente. Tambien era posible que otras intrigas hubieran puesto fin a esta y se requiriese la presencia del jesuita en otros lugares. A menos que, sencilla y llanamente, se hubiese extraviado por el camino.

Pero he aqui que ese viajero incierto reaparecia ahora, medio desnudo y cautivo, en la residencia del aga de los jenizaros. El turco no habia puesto traba alguna para devolver a su prisionero, entre otras cosas porque esperaba que el consul le diera una explicacion. El asunto despertaba ya cierta curiosidad, y era evidente que ni el pacha ni el resto de las naciones extranjeras representadas en la ciudad cejarian en su empeno hasta dilucidar el misterio de aquel enviado del Rey Sol que habia llegado cubierto de barro y que habia cometido la imprudencia de proclamar que era portador de un mensaje politico.

Estos angustiosos pensamientos rondaban por la cabeza del senor De Maillet mientras recorria sin cesar la amplia sala del consulado. Habia mandado poner la mesa para su huesped, y poco despues cenaria a solas con el. Su mujer y su hija acudirian a presentar sus respetos a aquel bendito y luego los dejarian conversar tranquilamente. En la escalera se oian los pasos diligentes de los servidores nubios que subian y bajaban con cubos de agua fresca para el bano del viajero. Ciertamente, el anciano cautivo se tomaba su tiempo. El senor De Maillet, impaciente, se puso de mal humor. Dejo de deambular y fue a sentarse en un taburete situado justo enfrente del cuadro que se estaba restaurando. Cuando vio que la cara del Rey estaba intacta se quedo atonito. La mancha habia desaparecido y la encarnacion original surgia en toda su pureza. El consul se acerco; si uno miraba con mucha atencion, se podia observar que las zonas antes maculadas ahora poseian un tinte ligeramente mas sonrojado que el resto de la cara. En la mejilla de un nino, una senal asi se habria podido confundir por la marca de un bofeton, pero en el augusto Rey esa sombra, malva solo podia ser un exceso de afeite, extendido para dar fe de la salud del monarca y transmitir optimismo a su pueblo.

Por un instante, el senor De Maillet creyo estar presenciando un milagro. La aparicion del jesuita y la desaparicion de la mancha parecian manifestar la presencia de una Providencia activa que sostenia toda la casa en su mano divina. Despues se dio cuenta de lo ocurrido y corrio en busca del tirador para llamar.

– ?Digale al maestro Juremi que pase por aqui manana a primera hora! -le grito al lacayo.

Ese hereje insolente habia tenido el atrevimiento de terminar la restauracion en su ausencia… El resultado estaba bien, lo cual era una suerte, pero hubiera podido ocurrir una catastrofe… El trabajo terminado merecia el salario que el consul ya habia negociado con anterioridad. No obstante, la desobediencia merecia un castigo. La autoridad tenia que hacerse valer frente a bribones como aquel, asi que al dia siguiente el droguero habria de elegir entre ocho dias de arresto o una multa. El senor De Maillet no solo se sentia satisfecho de que la restauracion hubiera terminado con exito sino que ademas barajaba la posibilidad de ahorrarse el importe. Dadas estas circunstancias, el consul estaba de un humor excelente cuando el padre Versau aparecio por la puerta.

– ?Amigo mio! ?Amigo mio! -exclamo el jesuita apretando las manos del consul-. Su acogida me ha impresionado. Tengo la sensacion de volver a la vida. Este bano, estos habitos limpios, esta casa tranquila… no puede imaginarse cuanto he sonado con esto.

Los ojos del jesuita se llenaron de lagrimas de gratitud. Y si es verdad como afirma Maquiavelo que amamos a alguien por el bien que nos ha hecho, no cabe extranarse de que el consul se granjeara todas las simpatias de un hombre con quien acababa de mostrarse tan generoso.-He saludado a la senora De Maillet en el vestibulo -dijo el jesuita-, y me ha informado de que no cenara con nosotros. No es mi intencion alterar el orden de esta casa…

– En absoluto, en absoluto. Pero debemos hablar a solas. Consideraremos esta cena como una sesion de trabajo, cuando menos en parte.

– Asi es, en cierto modo. Tambien me he cruzado con su hija, la senorita, y debo felicitarle por su gracia y discrecion. ?Como ha podido educarla con tanto acierto en una tierra extranjera donde imagino que apenas hay preceptores y menos aun establecimientos docentes?

– Estuvo en Francia hasta los catorce anos. Solo ha pasado con nosotros los ultimos anos.

Casi no se conocian, y sin embargo la conversacion versaba ya sobre temas familiares. El jesuita admiro el retrato del Rey y «su excelente conservacion, teniendo en cuenta semejante clima». Despues le hizo aun dos o tres amables preguntas sobre su salud y las obligaciones del cargo, y por ultimo se sentaron a la mesa para pasar a hablar de cosas mas serias.

– Padre, estoy ansioso por conocer los detalles de su viaje. Me decia que un naufragio le habia hecho caer en esta indigencia…

– Un naufragio, si, y de los mas terribles. A estas horas deberia de estar muerto, pero la inmensa bondad de la Providencia me ha salvado.

Y sin mas dilacion, empezo a contar con toda suerte de detalles como se habia embarcado en una galera griega despues de abandonar Roma, ya que su intencion era ganar Levante si necesidad de recurrir a un barco italiano. Sin embargo, una vez a bordo, descubrio aterrorizado la incompetencia del capitan y de la tripulacion. Para colmo el barco encallo en un banco de arena frente a la costa de Chipre. Al darse cuenta de que el naufragio era inminente, el jesuita mando echar un bote al agua y se embarco con algunos marineros. La corriente lo arrastro hasta una costa escarpada batida por el oleaje, dio contra las rocas y se lo tragaron las olas. Durante un instante, el padre Versau tuvo el pesar de no tener una sepultura en tierra firme, una contingencia que, como todos saben, hace mas incierta la resurreccion entre los muertos el dia del juicio final. Pero resolvio dejar el problema en manos de Dios, al igual que su vida y el destino de su orden, y perecio. Su ultimo recuerdo fue su muerte en un agua fria, agitada por enormes olas negruzcas. Y el siguiente su despertar tendido en la arena de una pequena cala, aferrado a un gran madero. Estaba tan solo, tan desnudo, tan asustado y tan muerto de frio como Adan el dia de la Creacion. Pero Dios no lo habia abandonado. La orilla estaba poblada por pescadores que lo vistieron como pudieron, y dos dias mas tarde lo embarcaron con ellos hasta las costas de Egipto, donde iban a echar sus redes. Finalmente lo desembarcaron en una playa proxima a Alejandria, segun su deseo. Como habia entrado en territorio turco sin salvoconducto, el padre Versau prefirio evitar la gran ciudad y dio un rodeo por el desierto con el proposito de alcanzar el Nilo, adentrandose ligeramente en el interior. Ademas tuvo la audacia de negociar su pasaje hasta El Cairo con unos marineros, a sabiendas de que no tenia ni un centimo.

– Lo demas ya lo sabe -dijo modestamente.

El senor De Maillet, que habia lanzado mil exclamaciones de asombro y pavor durante el relato, miraba a aquel hombrecillo esmirriado al tiempo que se preguntaba como habria podido sobrevivir a tantas peripecias.

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