El Abisinio - Rufin Jean-christophe (бесплатные онлайн книги читаем полные .TXT) 📗
– ?Vaya! -dijo el maestro Juremi sin mucho interes.
– De hecho -dijo Jean-Baptiste mientras vertia agua en su vaso-, tu que frecuentas el consulado…
El protestante se encogio de hombros.
– ?Conoces a esa joven que acompanaba a la senora De Maillet?
– ?Como es?
Jean-Baptiste no se atrevia a confesar que solo se habia fijado en las cintas que llevaba en el pelo.
– No la he visto bien…
– ?No sera rubia, con unos grandes ojos azules muy tristes?
– Me parece que si -dijo entusiasmado el joven.
– Debe de ser la hija de esa sanguijuela.
– Parece mentira que la naturaleza le haya concedido semejante don -dijo pensativo Jean-Baptiste.
– Es muy extrano que la hayas visto. Por lo general no sale nunca. Hace dos anos que vive aqui, y en todo ese tiempo casi nadie ha podido disfrutar de su presencia. Yo, sin ir mas lejos, solo la he visto una vez en un vestibulo. Pero estoy pensando que hoy es Pascua de Pentecostes y seguramente habran asistido a misa en el convento de las salesas. Si, debe ser eso; salvo en los grandes acontecimientos, su padre la tiene confinada en casa como si fuera un tesoro.
– Tiene sus razones -dijo Jean-Baptiste-, porque sin duda es un tesoro.
– El consul es un monstruo -se limito a decir el maestro Juremi.
Por el tono lugubre de sus palabras se podia adivinar que volvia a dar rienda suelta a su rencor personal.
Jean-Baptiste estiro las piernas y las cruzo sobre la barandilla, mientras se estiraba en la silla. A aquella hora del atardecer, unos hilos de nubes rosaceas parecian estar tensados de una pared a otra sobre el rectangulo de cielo cardeno que se elevaba por encima de las casas.
Ese encuentro fugaz y fascinante con una joven que no era de su condicion le recordaba Venecia, Parma o Lisboa. Pero alli todo era posible…
Jean-Baptiste habia comprendido hacia mucho tiempo que el vagabundeo, al desvincular al viajero del orden de las castas que reina en todas partes, le confiere la dignidad del ser libre y la capacidad de hablar a todos por igual. Ahora sabia que, viniera de donde viniera, un vagabundo medianamente ingenioso siempre podia ganarse la amistad de un principe o convertirse en el amante de una princesa, o cuando menos imaginarselo. Poncet, que no carecia de ingenio ni de imaginacion, habia tenido ocasion de comprobarlo mas de una vez en las ciudades donde se habia sentido realmente libre.
Pero en cuanto volvia a ocupar su lugar dentro de la jerarquia de su nacion, como en esta colonia franca de El Cairo, solo era el hijo de una sirvienta y de un desconocido, por mucho que se empenara en esconder sus origenes. Su condicion plebeya era nuevamente un obstaculo abrumador y, frente a las apariciones como la de aquella manana, se sentia incapaz de sonar con la posibilidad de alcanzar la felicidad. Desde que vivia en Egipto, este tipo de encuentros habian sido tan escasos que ni siquiera los echaba de menos, pues solo acostumbraban a ser un motivo de tristeza.
– ?No te parece que esta ciudad empieza a ser un poco aburrida? -pregunto Jean-Baptiste.
– ?Bah! Con mucho gusto me pondria en tu sitio -respondio el maestro Juremi, que tras mucho cavilar habia llegado casi a la misma conclusion-. Pero si uno se marcha de aqui, ?adonde va a ir?
Los dos sabian que en todos los puertos de Levante se toparian con el mismo impedimento, con una traba que no surgia del desarraigo sino,muy al contrario, de la presencia demasiado familiar y demasiado agobiante de los representantes del Estado. La solucion ideal habria sido volver a Europa, pero en el continente no tenian ninguna posibilidad de ejercer su arte sin diploma y se exponian a una permanente persecucion.
– Deberiamos embarcarnos hacia el Nuevo Mundo -dijo Jean-Baptiste.
La idea les parecio excelente y, para hablar de aquello con calma, se dirigieron alegremente hasta la ciudad vieja y cenaron en una taberna arabe donde servian un cordero lechal como en ninguna otra parte.
El jesuita pidio permiso para retirarse a sus aposentos a descansar, y el senor De Maillet, se quedo solo, aturdido, con los codos apoyados en la mesa. Despues de que el religioso mencionara la cuestion de la embajada ya no oyo nada mas. El impacto habia sido tan violento que el consul a duras penas habia podido controlarse, asi que en cuanto se quedo solo dio rienda suelta a sus impulsos y lanzo un grito ahogado. Un sirviente acudio enseguida a su lado y le ayudo a llegar hasta una gran poltrona donde por fin se desplomo.
La mujer y la hija del diplomatico, que regresaban en aquel momento de su peregrinacion al convento de las salesas, se precipitaron a todo correr junto al pobre desgraciado.
La senora De Maillet salia muy de vez en cuando de su casa, donde disfrutaba del privilegio de tener una sala para ella sola; la dama habia acondicionado un rincon como oratorio, y en los otros habia dejado algunas labores de costura y tapices a los que se dedicaba alternativamente. Por lo demas, profesaba tal culto a su marido que alimentaba aun mas su pesimismo, sobre todo porque la pobre mujer tomaba por horrendos peligros las insignificantes preocupaciones habituales de la vida consular. La culpa era del senor De Maillet, que al comunicarselas las exageraba hasta el extremo de aterrorizarla, asi que la dama tenia el presentimiento de que todo aquello acabaria fulminandolo cualquier dia. Hacia mucho tiempo que se preparaba para enfrentarse a esa contingencia, sin haber pensado nunca que haria en tal situacion, de modo que ahora no se le ocurria nada mejor que gimotear. Su hija manifesto un poco mas de serenidad y desato con sus finos dedos la gorguera de encaje que estrangulaba el cuello de su padre.
El senor Mace se sumo al grupo y al ver en que estado se hallaba el consul propuso llamar a un medico. Las dos mujeres aprobaron la idea.-Si, pero ?a quien? -pregunto timidamente la senorita De Maillet.
– ?Plaquet…? -se apresuro a proponer en voz baja el senor Mace.
El consul se nego en redondo.
– ?Ni pensarlo!
Un instante despues ya estaba sentado y aseguraba que se habia repuesto.
El solo hecho de pronunciar aquel nombre tuvo un efecto casi milagroso. El doctor Plaquet era un viejo cirujano de la Marina que habia ido a parar a El Cairo por su amor a una actriz. Y cuando la dama murio, el cirujano decidio quedarse alli a pesar de todo. Desde la desaparicion, cuatro anos atras, del ultimo medico digno de llevar tal nombre en la colonia franca de El Cairo, Plaquet era el unico medico oficial. Pero las nociones que tenia del arte de la medicina eran tan antiguas y las ponia en practica con tanta brutalidad, que nadie osaba ponerse en sus manos. Ante la aterradora amenaza de verlo aparecer, la colonia francesa habia optado por contener sus enfermedades, como se contiene la respiracion, confiando en no asfixiarse. Con el tiempo, los mercaderes y la gente sencilla habian recurrido gradualmente a otros individuos: charlatanes judios y turcos, y otros droguistas, de los que Jean-Baptiste Poncet era el de mas renombre. No obstante, el consul habia prohibido expresamente pedir consulta a tales sujetos, porque trabajaban al margen de la ley. El diplomatico estaba obligado a dar ejemplo y confiaba en evitar a los medicos durante los anos que aun estuviera en Egipto. Por otro lado, en caso de necesidad, si el asunto era realmente grave, mandaria que lo llevaran a Constantinopla.
?Pero Plaquet, jamas!
Todos los presentes se alegraron de la rapidez con que el consul se habia reestablecido. El ambiente se fue distendiendo y la senora De Maillet mando servir cafe.
Al poco rato, los cuatro se encontraban sentados en los sillones, formando un corrillo, con una taza en la mano.
– No es nada -dijo el consul-. El almuerzo… un poco pesado seguramente. Habra sido el vino… con este clima.
?Que otra cosa podia decir? No podia desvelar a aquellas cotillas el enorme secreto que acababan de confiarle. Tal vez a Mace. Si, Mace seria su confidente. Aquel asunto le exigiria una buena dosis de accion en los proximos dias. Necesitaba la ayuda de alguien. El jesuita lo comprenderia. Ademas, Mace era un hombre de confianza, muy sumiso, aunque al consul no le gustaban demasiado los modales que exhibia para hablar con su hija. Un minuto antes, por ejemplo, se habia percatado de que ambos se habian girado a la vez, uno hacia el otro, con la taza de cafe en la mano. La pobre criatura no veia nada malo en ello, pero el habria jurado que su secretario la miraba con mas insistencia de lo que debiera. «Me gustaria que pusieran fin inmediatamente a tales frivolidades», se dijo el senor De Maillet para sus adentros.
El senor Mace era el unico hombre joven que se admitia, si no en la intimidad, si al menos cerca de la senorita De Maillet. Aunque era muy feo para su gusto y dejaba a su paso un indiscreto olor a suciedad, a la joven, dado el aislamiento en que vivia, le gustaba conversar con aquel ser diferente que la escuchaba con tanta gentileza. En cuanto al senor Mace, habia elegido su carrera de una vez por todas y no concebia complicarse la existencia cortejando a la hija del hombre de quien dependia. Sin embargo, en las escasas ocasiones en que coincidia con la senorita De Maillet, el secretario siempre se sentia como extasiado ante tanta belleza, gracia y juventud. La miraba con tanta intensidad, a pesar suyo, que la joven parecia encantada, sin poder evitarlo por su parte. No obstante, a los ojos de su padre aquello era equiparable mas o menos a la premonicion de un crimen.
– Haced el favor de dejarme a solas con el senor Mace -exclamo el consul con semblante severo.
Cuando las dos mujeres se hubieron retirado, el consul empezo a deambular por la sala, mientras Mace aguardaba en silencio, sentado en la silla que su superior le habia ofrecido.
– Mace, podria hacerle algun que otro comentario a proposito de su conducta -dijo el senor De Maillet con sorna-, pero ahora no es el momento. Es preciso (se lo digo bien claro, es preciso, lo cual no significa forzosamente que se lo merezca), es preciso repito que le haga participe de un secreto politico de mucho peso. Espero que sea digno de oir mis palabras, porque de lo contrario no habra lugar en el mundo donde pueda escapar de la venganza de aquel a quien haya traicionado.
Y diciendo esto, apunto con el indice hacia el retrato del soberano. El joven, que estaba sentado, hizo tal reverencia en senal de sumision que a punto estuvo de tocarse las rodillas con la nariz.
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– El Rey -empezo solemnemente el senor De Maillet-, por razones que no me corresponde confiarle, desea enviar una embajada a Etiopia.