La batalla - Rambaud Patrick (книги бесплатно полные версии .TXT) 📗
– ?Paso! ?Paso! -vociferaba el coronel.
La masa humana le desbordaba, le hacia retroceder, pero el insistia, apartaba a los lisiados del cuello de su montura, e incluso alzo la fusta, aunque no se decidio a descargarla sobre los super vivientes de la batalla, los cuales alzaban unos ojos amenazantes o inexpresivos.
– ?Orden del emperador!
– Orden del emperador -repitio rechinando los dientes un sargento de dragones, y tendio el munon de su brazo izquierdo envuelto en un pano.
Lejeune llego al final de esta pugna interminable y, en la orilla izquierda, se interno en el campo completamente a oscuras por encima del talud. Corria de un fuego a otro en la direccion de Aspern, donde Massena debia acampar, pero ?como estar seguro de ello? Aqui estaban los bloques sombrios de las primeras casas, y alla una calleja, pero el caballo no pudo entrar porque se lo impedian los muros derrumbados. Siguio hasta la proxima callejuela para salir a la plaza de la iglesia, atisbo a un centinela que encendia su pipa y se encamino directamente a el para informarse. El centinela le habia oido aproximarse. Antes de que el coronel hubiera dicho una palabra, le interrogo:
– Wer da?
Era un austriaco que le preguntaba «?Quien vive?». En vez de huir y ocultarse en la oscuridad de la noche, lo que le habria valido un disparo de fusil, Lejeune tuvo buenos reflejos y respondio en la misma lengua que era un oficial del estado mayor:
– Stabsofzier!
Otro hombre salio de la callejuela, un comandante del regimiento de Hiller, el cual le pregunto la hora en aleman. Sin perder tiempo en sacar el reloj, Lejeune afirmo que era medianoche: -Mitternacht…
El centinela habia apoyado el fusil contra un muro bajo. Cuando el comandante se encamino hacia el, Lejeune volvio grupas y se salvo atravesando un bosquecillo. Oyo el silbido de las balas. Vago sin rumbo al trote corto por un camino encajonado, el oido atento, cruzo vivaques con las fogatas encendidas pero abandonados y se interno en un bosque que le llevaba hacia el brazo muerto del Danubio. Pasaba entre dos arboles cuando un hombre cogio el caballo por el bocado y otro le tiro del brazo para hacerle caer de la silla. No llevaban chacos, pero a juzgar por sus uniformes desparejos y sus tahalies, Lejeune creyo reconocer a los tiradores franceses, y grito:
– ?Coronel Lejeune, al servicio del emperador! Los dos tiradores le pidieron disculpas.
– No podiamos adivinar…
– Teneis un caballo hungaro, asi que, en fin, nos dijimos que era un buen botin.
– ?Donde esta el mariscal Massena?
– No sabemos mucho.
– ?Que quiere decir eso?
– Que se le ha visto aun no hace una hora con nuestro general.
– ?Quien es?
– Molitor.
– ?Y donde los habeis visto?
– Por alla, en el lindero de este bosque donde estamos.
– ?Estais de patrulla?
– Algo de eso hay.
– No os acerqueis demasiado al pueblo, los austriacos se estan instalando.
– Lo sabemos. -?Gracias!
Lejeune se adentro mas en el monte bajo, y poco le falto para que le hiriesen otras patrullas a causa de su caballo hungaro. Por fin un suboficial le acompano al campamento provisional de Massena, junto a un canaveral que bordeaba el terreno pantanoso por donde no vendria de improviso ningun enemigo. Las numerosas antorchas y fogatas anunciaban un vivaque importante, y bajo sus tremulos resplandores Lejeune adivino la delgada silueta de Sainte-Croix, rodeado de oficiales envueltos en sus mantos. Finalizaba el trayecto a pie cuando tropezo con un cuerpo extendido que se puso a chillar:
– ?Eh! ?Quien me pisa las piernas?
Massena habia dormitado una o dos horas mientras aguardaba la orden de repliegue. Se levanto, se sacudio la ropa, despotrico contra el tiempo humedo y frio y, a la luz de la antorcha que sostenia un tirador sonoliento, leyo el mensaje del emperador. Lo doblo, se lo metio en un bolsillo de su largo manto, se ajusto el bicornio, dio las gracias a Lejeune y partio sin apresurarse hacia el grupo que charlaba cerca de las fogatas.
Fayolle habia seguido hasta Essling el carricoche y su carga de corazas. Los fusileros de la joven Guardia batian el eslabon para encender fuegos de tablas y ramas, a medida que se instalaban, pero guardaban el arma en el portafusil y tenian las mochilas sujetas a la espalda. Habia cadaveres hasta en los mas pequenos recovecos, amontonados en confusion, ulanos, tiradores, austriacos, franceses, hungaros, bavaros, despojados de las botas y los uniformes, desnudos, destrozados, horribles. Algunos estaban medio quemados.
Fayolle se sento en un banco en el jardincillo deteriorado de una casa baja, al lado de un husar que tenia los ojos cerrados pero no roncaba. Los envoltorios de cartucho revoloteaban sobre la hierba.
– ?Sabes donde hay polvora?
El husar no respondio nada. Fayolle le sacudio el hombro, pero el jinete se desplomo: estaba muerto, y si aun vestia el uniforme era porque le habian creido dormido. Fayolle le registro, saco la polvora y las balas del talego que llevaba en bandolera y contemplo las botas elegantes y flexibles. La batalla habia terminado, pero el coracero sonrio pensando que por fin habia encontrado unas botas de su talla. Descalzo al muerto, se quito las alpargatas y se puso las botas. Entonces fue a acuclillarse cerca de la hoguera mas cercana, donde ardian sillas y ramas. Tendio las manos, apreciando el calor. Oyo que le llamaban a sus espaldas:
– ?Tu, el de ahi abajo!
Al volverse se encontro con la mirada suspicaz de un granadero de la Guardia, las manos en jarras, perfecto con sus polainas blancas.
– ?Eres frances? ?De donde sales? ?De que regimiento? ?No son de husar esas botas que llevas?
– ?No puedes callarte, bocazas de mierda?
– ?Eres desertor?
– ?Imbecil! Si hubiera desertado estaria lejos de aqui.
– Tienes razon. ?Y bien?
– Coracero Fayolle. Las balas de canon han destrozado a mi escuadron. Me he caido del caballo, me he dado un porrazo y me he despertado cuando los carroneros de las ambulancias me despojaban.
– No hay que quedarse en estos parajes. Levantamos el campamento.
– No te preocupes por mi salud, ?quieres?
Unos jinetes en fila de a cuatro avanzaron al paso entre las llamaradas de la plaza. Tras ellos desfilaron en desorden unos batallones que se perdieron a su vez en la calle principal. El ejercito abandonaba Essling. El granadero se encogio de hombros, escupio al suelo y dejo a Fayolle despues de anadir que le habia advertido. Fayolle fue a sentarse de nuevo cerca de una fogata. Se saco del cinto la pistola del capitan Saint-Didier y la limpio, pues la polvora estaba mojada, la cargo con la polvora nueva del husar e introdujo la bala. Con el arma en la mano, se levanto, orgulloso de sus botas nuevas, y salio a la calle ancha bajo los olmos. La mayor parte de las casas estaban destruidas o amenazaban con derrumbarse, el tejado abierto por los obuses. Algunas que se habian incendiado humeaban todavia. La casa de la campesina en la que habia entrado la antevispera con el difunto Pacotte apenas se mantenia en pie. Todo un lienzo de pared que daba al jardin se habia venido abajo. Fayolle quiso entrar, pero tenia necesidad de una antorcha y volvio sobre sus pasos, cogio un palo y lo encendio en uno de los vivaques abandonados. Esta iluminacion era deficiente, pero lo mismo le daba. Con esa antorcha penetro en la casa por la brecha abierta en el muro. La escalera parecia intacta, y se arriesgo a subir. Avanzo en la penumbra del piso como si hubiera vivido alli durante mucho tiempo, y empujo la puerta del fondo. Vio la forma de un cuerpo sobre el colchon. El corazon le golpeaba en el pecho como un tambor de la Guardia. Se inclino con la antorcha y contemplo el cuerpo, sin duda el de un tirador, desnudo e identificable por las patillas. ?Y si la campesina de la otra noche jamas hubiera existido? Dejo la antorcha sobre la cama, que se incendio, y entonces se apoyo en la sien el canon de la pistola del capitan Saint-Didier y se salto la tapa de los sesos.
Tras haber dejado atras un ultimo bosquecillo de sauces, el carromato de las armaduras se detuvo en la alta hierba. Paradis y sus colegas descubrieron de golpe el espectaculo de la retirada. Por debajo, en la pradera que descendia hacia la entrada del puente pequeno y que un espeso bosque ocultaba desde los pueblos y la gran planicie, humeaban centenares de hachones. En un monticulo, ante sus oficiales personales, Massena dirigia la evacuacion, senalando con la fusta, como si fuese la puesta en escena de una opera. El orden de los regimientos alineados sucedia a la confusion de los heridos. Los hombres iban andrajosos, hedian, estaban sucios y piojosos, hambrientos, casi barbudos, pero satisfechos de vivir y sin haber perdido brazos y piernas, con ojos para acordarse y bocas para contar. Se percataban de la suerte que habian tenido, y algunos oficiales sostenian un rosario. Sonreian, fatigados; la batalla habia terminado. Los cascos de la caballeria de Oudinot resonaban en las tablas del puente restaurado, y les siguieron los restos de la division Saint-Hilarle, los tiradores de Molitor, con sus penachos verdes y amarillos, encabezados por un sargento, el cual habia enganchado su banderin a la boca del fusil y lo alzaba como una bandera. Ciertamente, los colores apenas se distinguian, pero Vincent Paradis juro que los veia, por lo acostumbrado que estaba a verlos. El general Molitor fue a saludar a Massena, el cual se quito el sombrero empenachado y avanzo a continuacion de los dos mil soldados que le habian quedado. Detras se dispusieron otros tiradores, fusileros, cazadores a pie reagrupados por Carra-Saint-Cyr y Legrand. Este ultimo, un hercules, lucia su enorme bicornio con el borde cortado en forma de media luna por un proyectil. No se oia un murmullo, solo el sonido metalico del armamento. Los zapatones golpearon el suelo y luego el piso de madera, y los batallones desaparecieron uno tras otro bajo los arboles negros de la isla Lobau.
– ?Avanzad, pillastres!
– ?Pillastre tu padre!
Un tren de artilleria llego al lugar donde estaban los servidores de la ambulancia. Los caballos de tiro babeaban mientras remolcaban grandes canones que se bamboleaban en los baches. Un artillero a caballo, con su interminable penacho de plumas rojas en el chaco, el mostacho erizado como un escobillon, se desganitaba para dirigir su convoy. Los conductores con guerreras azul celeste, pero sucias de polvora, azotaban las grupas de los animales asustados.