La batalla - Rambaud Patrick (книги бесплатно полные версии .TXT) 📗
– ?Vamos, avanzad!
– ?Si quiero! -grito Gordo Louis, y golpeo con la palma los ollares del caballo, que se encabrito.
El artillero estuvo a punto de caer, recobro el equilibrio por los pelos y solto un juramento. Sus companeros se apresuraron a rodear a Gordo Louis, el cual se saco un cuchillo del cinto. El artillero montado se encaro la carabina y le apunto.
– Esta bien -dijo Gordo Louis, guardandose el cuchillo.
Los servidores de la ambulancia desviaron su carro por los abrojos para contemplar el paso de canones y arcones vacios que rodaban cuesta abajo. Una rueda paso sobre unas piedras, un ar con volco. Los conductores tiraron de la rueda para levantar el vehiculo.
– No valia la pena correr tanto -mascullo Gordo Louis.
La carreta bajo la pendiente, pero se aparto de los regimientos que afluian al fondo de la pradera. Gordo Louis la condujo detras de la antigua ambulancia del doctor Percy, trasladada a la isla. Numerosos vehiculos requisados, desde calesas a carros de heno, permanecian estacionados antes de cruzar el puente pequeno. Transportaban el mismo batiborrillo de corazas y fusiles. Vincent Paradis fue a apoyarse contra un monticulo para aguardar su turno mientras contemplaba el repliegue de las tropas. Cuando se dio cuenta de que estaba apoyado en el monton de brazos y piernas cortados por Percy y sus ayudantes, se levanto de un salto, titubeo y fue a la orilla del rio, donde se arrodillo para vomitar, y luego se limpio con hojas los labios goteantes. Como tenia mal sabor de boca, arranco una brizna de hierba y se puso a mascarla. Llegaron los escuadrones formados de nuevo. Bessieres se separo, hizo avanzar a su caballo hasta detenerlo ante Massena y, asegurado sobre los arzones de ambas sillas, arrojo a la hierba dos banderas austriacas. Entretanto la caballeria desfilaba entre los hachones que hacian relucir las armas y los ornamentos de los uniformes, cuyos remiendos e improvisacion se olvidaba aquella noche. Paso en primer lugar la primera division de caballeria al mando del conde de Nansouty, con las cimeras de cuero que surgian de la piel negra de los cascos, luego brillaron los blancos pantalones de los dragones, las solapas escarlata de los carabineros…
– ?Vaya, ahora se pone a llover! -dijo Paradis.
Gruesas gotas tamborileaban en las pecheras de hierro amontonadas en la carreta.
A las tres de la madrugada, un brusco viento abrio la ventana y Henri se levanto en seguida. Los dientes le castaneteaban y, tras encasquetarse el gorro de dormir hasta las orejas, se puso un sobretodo sobre la camisa. Llovia intensamente. Se disponia a cerrar la ventana cuando oyo un ruido sordo y se asomo para inspeccionar la calle. La berlina policial estaba como siempre, estacionada ante la casa, pero otra, tirada por caballos empapados, se habia situado junto a ella y le bloqueaba las portezuelas. ?Quien habia disparado? ?Y habia sido, por otra parte, un disparo? Henri ya no tenia frio, su curiosidad le impedia quejarse. Oyo pasos apresurados en la escalera, chirrido de puertas, cuchicheos: ardia en deseos de saber lo que se tramaba y se apresuro a vestirse en la oscuridad. Cuando se asomo de nuevo a la calle, distinguio unas formas que se metian en el segundo coche, y creyo reconocer la silueta de Anna bajo una capucha y las mas debiles de sus hermanas y el ama de llaves. Unos hombres con sombrero de ala ancha cuyos bordes chorreaban las ayudaron a subir, y luego uno de ellos se encaramo al asiento del cochero e hizo restallar el latigo. El coche partio bajo la tromba de agua. Henri abandono su habitacion a toda prisa, bajo corriendo la escalera principal y llego a la planta baja. Tuvo un acceso de pavor al cruzarse con un individuo que le miraba en la negrura, pero no era mas que su propia imagen reflejada en un espejo. Vestido de aquella manera apresurada se sentia grotesco, la levita, el sobretodo encima, los calzoncillos largos dentro de las botas, y en especial el gorro de dormir que se quito de un manotazo para meterselo en un bolsillo. Abrio de par en par los batientes de la puerta cochera, pero no se atrevio a salir con aquel diluvio. Entre los adoquines corrian arroyuelos, y el agua que caia en cascadas de los tejados le salpicaba. Penso en los soldados que estaban en la planicie transformada en un lodazal, luego en la escena que acababa de sorprender, y estornudo. Regreso a la cocina y consulto el reloj, llamo, subio a los pisos, empujo las puertas. Las camas ni siquiera estaban deshechas. La huida de Anna y su familia habia sido premeditada, pero ?a quien habia seguido y para ir adonde?
Abajo, en el vestibulo, habia movimiento. Voces y pisadas de botas llenaban la escalera. Henri no tuvo tiempo de encerrarse en el primer salon y le rodeo una nube de gendarmes.
– ?Quien sois? -le pregunto un oficial con el uniforme mojado.
– Os hago la misma pregunta.
– ?Vaya, el senor se las da de astuto!
– Dejad tranquilo al comisario senor Beyle, no tiene nada que ver.
Schulmeister subia la escalera y sus gendarmes se empujaban unos a otros para cederle el paso. Se sacudio y entrego su capa a un guindilla que le seguia, uno de aquellos a los que Henri habia observado delante de la berlina parada en la Jordangasse. Tambien reconocio al segundo, que se apretaba contra un brazo una especie de compresa, pues una bala disparada por la ventanilla del coche le habia desgarrado la levita y la piel.
– ?Podeis explicarme todo esto, senor Schulmeister?
– ?No hay nadie mas en esta casa?
– Esta desierta.
El jefe de policia despidio a los gendarmes y acompano a Henri a su habitacion. Uno de sus confidentes encendio la bujia mientras el otro, el herido, iba a cerrar la ventana con la mano indemne.
– La senorita Krauss ha ido a reunirse con su amante, senor Beyle.
– ?Lejeune?
– Otro coronel.
– ?Perigord? ?No puedo creerlo!
– Yo tampoco.
– ?Decidme quien es, por el amor de Dios!
– Un oficial austriaco, senor Beyle, una especie de mariscal de campo del principe de Hohenzollern.
Henri se dejo caer en la unica silla, estornudo de nuevo y se quedo atonito, los ojos lagrimeantes a causa de la fiebre.
– ?No habeis visto nada?
– Nada, senor Schulmeister.
– Ya se que vos nunca veis nada…
– ?Quien se ha llevado a Anna?
– ?Guerrilleros, segun dicen, agitadores como el senor Staps, que nos causan tantas dificultades! ?Que es eso?
– Las campanas de San Esteban -respondio Henri, aspirando por la nariz.
– Se diria que tocan a rebato… ?Me permitis? Schulmeister indico con la mano la ventana.
– De todos modos, ya estoy enfermo -respondio Henri-. Abrid, abrid…
Y se sono con tanta fuerza que hizo vibrar los vidrios. Las campanas de Viena tocaban a vuelo, se respondian de una iglesia a otra y, mas alla de las murallas, se unian a las de los suburbios, tal vez incluso las de los pueblos a diez leguas a la redonda. A pesar de la lluvia, la gente salia a las calles y gritaba.
– ?Que dicen esos vieneses, senor Schulmeister?
– «Hemos ganado», senor Beyle, eso es lo que dicen.
– ?Hemos? ?Quienes, nosotros?
– Vamos a informarnos.
Volvieron a ponerse sombreros, capas y abrigos y salieron a las calles como si se dispusieran a merodear. Pequenos grupos de ciudadanos conversaban animadamente. Schulmeister pidio a Henri que se quitara la escarapela de su goteante sombrero de copa, y se mezclaron con los paisanos muy agitados que difundian noticias calamitosas:
– ?Los franceses estan encerrados en la isla Lobau!
– ?El archiduque los somete a una lluvia de metralla!
– ?El emperador ha sido hecho prisionero!
– ?No, no, le han matado!
– ?Bonaparte ha muerto!
Schulmeister tomo una lista que circulaba y la consulto bajo un porche iluminado por un farol.
– ?Que dice este papel?
– Que han muerto cincuenta mil franceses, senor Beyle. Aqui estan sus nombres, en fin, algunos…
Sonaban las campanas, ensordecedoras.
Los rumores que corrian por Viena no eran ciertos. El emperador se encontraba en Schonbrunn y sostenia una entrevista con Davout. Antes de que empezara a llover, se habia reunido con el ejercito del Rhin, bajo las aclamaciones de las tropas, y luego el mariscal le habia acompanado en su calesa y con la escolta de un escuadron de cazadores a caballo. Durante el trayecto habia mantenido los dientes apretados, pero una vez en el castillo, en el salon de las Lacas, trato de analizar la situacion en voz alta:
– ?Esta noche no amo los rios!
Napoleon cogio una sillita dorada por el respaldo y la estrello contra un velador, al tiempo que atronaba:
– ?Odio el Danubio, Davout, como los soldados os odian a vos!
– En tal caso, Sire, compadezco al Danubio.
El mariscal Davout, duque de Auerstaedt, era calvo pero lucia grandes patillas que se rizaban en las mejillas, y en el extremo de la nariz le cabalgaban unos anteojos redondos, porque era muy miope. Sabia que le detestaban por su extrema severidad y su indecente manera de hablar. Trataba a sus oficiales como si fuesen criados, pero jamas le habian vencido y era riguroso. Aquel aristocrata borgonon, ferviente republicano al comienzo de la Revolucion, mostraba una fidelidad excepcional al Imperio. El hecho de que mantuviera la calma no hacia mas que aumentar el furor de Napoleon:
– ?Hemos estado en un tris! ?Si hubierais salido por la derecha de Lannes habriamos vencido!
– Sin duda.
– ?Como en Austerlitz! -Todo estaba dispuesto.
– ?Si ese asno de Bertrand hubiera podido reparar el puente grande por la noche, manana por la manana habriamos derrotado a los ejercitos alelados de Carlos!
– Sin ningun problema, Sire, los austriacos estan extenuados. Yo habria cruzado el Danubio con mis divisiones frescas y los habriamos aplastado como a chinches.
– ?Chinches! ?Eso es! ?Chinches!
El emperador tomo una pizca de tabaco y se lo introdujo en la nariz.
– ?Que proponeis, Davout?
– ?Sopla! Podriamos cenar, Sire. ?Me muero de hambre y una bateria de capones austriacos no me espantaria!
La isla se poblaba. Millares de soldados se deslizaban como sombras al abrigo de los oquedales. Los mas afortunados se apoyaban en un tronco, se dejaban caer sobre el musgo y se adormecian con los pies en los charcos. Aquel acantonamiento hacia ir de cabeza a la intendencia, que jamas lograria alimentar a semejante masa humana. En cuanto a las provisiones enviadas por Davout en pequenas embarcaciones, cuando llegaban intactas a la ribera, eran devoradas tan pronto como las desembarcaban.