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Samarcanda - Maalouf Amin (читать книгу онлайн бесплатно полностью без регистрации txt) 📗

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El numero de rebeldes no cesaba de aumentar. Al amanecer eran varios cientos, entre ellos. Numerosos «hijos de Adan». Tenian carabinas pero pocas municiones; unos sesenta cartuchos cada uno. Nada que permitiera sostener un asedio. Pero, ademas, dudaban de usar esas armas y esas municiones. Efectivamente, se apostaron en los tejados y detras de las ventanas, pero no sabian si debian tirar los primeros y dar asi la senal de una inevitable matanza, o si debian esperar pasivamente a que los preparativos del golpe de Estado terminaran.

Ya que era eso lo que seguia retrasando el asalto de los cosacos, Liakhov, rodeado de oficiales rusos y persas, se ocupaba de disponer sus tropas y sus canones, en numero de seis ese dia, instalando el mas mortifero en la plaza Topjane. En varias ocasiones el coronel paso a caballo por el punto de mira de los defensores, pero las personalidades presentes impidieron a los «hijos de Adan» hacer fuego, por miedo a que el zar usara ese incidente como pretexto para invadir Persia.

Hacia la mitad de la manana se dio la orden de ataque. Aunque desigual, el combate fue de una violencia extrema durante seis o siete horas. Por una serie de audaces golpes de mano, los resistentes consiguieron inutilizar tres canones.

Solo era el heroismo de la desesperacion. Al caer el sol, izaron la bandera blanca de la derrota sobre el primer Parlamento de la historia persa. Pero varios minutos despues del ultimo disparo, Liahkov ordeno a sus artilleros que reanudaran el fuego. Las directrices del zar eran claras: no bastaba con abolir el Parlamento, habia que destruir tambien el edificio que lo habla albergado, con el fin de que los habitantes de Teheran lo vieran en ruinas y fuera para todos y para siempre una leccion.

XXXVIII

N o habian cesado aun los combates en la capital cuando estallo en Tabriz el primer tiroteo. Yo habia pasado a recoger a Howard a la salida de clase, ya que teniamos una cita en la sede del anyuman para ir a almorzar con Fazel en casa de uno de sus parientes. Aun no nos habiamos internado en el laberinto del bazar cuando se oyeron unos disparos, aparentemente cercanos.

Con una curiosidad tenida de inconsciencia, nos dirigimos hacia el lugar de donde habia partido el ruido. A unos cien metros vimos a una muchedumbre vociferante que avanzaba: polvo, humo, un bosque de garrotes, fusiles y antorchas ardiendo, gritos que yo no comprendia, puesto que se proferian en azeri , el dialecto turco de la gente de Tabriz. Baskerville se esforzaba en traducir: «?Muera la Constitucion! ?Muera el Parlamento! ?Mueran los ateos! ?Viva el Shah!» Decenas de ciudadanos corrian en todas direcciones. Un anciano arrastraba con una cuerda a una cabra asustada. Una mujer tropezo; su hijo, de apenas seis anos, la ayudo a levantarse y la sostuvo hasta que ella reanudo su huida cojeando.

Nosotros tambien apretamos el paso hacia el lugar de nuestra cita. Un grupo de jovenes estaba levantando una barricada en la calle: dos troncos de arbol sobre los que amontonaban, en un tremendo desorden, mesas, ladrillos, sillas, cofres y toneles. Nos reconocieron y nos dejaron pasar, aconsejandonos que nos apresuraramos porque «vienen hacia aqui», «quieren incendiar el barrio», «han jurado matar a todos los hijos de Adan».

En la sede del anyuman cuarenta o cincuenta hombres rodeaban a Fazel, el unico que no llevaba fusil sino solo una pistola, una Mannlicher austriaca que parecia no tener otra utilidad que indicar a cada uno el puesto que debia ocupar. Estaba sereno, menos angustiado que la vispera, tranquilo como puede estarlo el hombre de accion cuando se acaba la insoportable espera.

– Ya veis -nos lanzo con un imperceptible acento de triunfo-. Todo lo que anunciaba Panoff era verdad. El coronel Liakhov ha dado su golpe de Estado, se ha proclamado gobernador militar de Teheran y ha impuesto el toque de queda. Desde esta manana se ha abierto la caza de los partidarios de la Constitucion en la capital y en todas las demas ciudades, empezando por Tabriz.

– ?Se ha propagado todo tan deprisa! -se asombro Howard.

– El consul de Rusia, advertido por telegrama del desencadenamiento del golpe de Estado, informo esta manana a los jefes religiosos de Tabriz. Estos exigieron a sus partidarios que se reunieran a mediodia en el Devexe, el barrio de los camelleros. Desde ahi se dispersaron por la ciudad. En primer lugar se dirigieron al domicilio de un periodista amigo mio, Ali Nexedia; lo sacaron de su casa en medio de los gritos de su mujer y de su madre, le cortaron el cuello y la mano derecha y luego lo abandonaron en un charco de sangre. Pero no temais, antes de esta noche Ali sera vengado.

Su voz le traiciono. Se concedio un segundo de respiro e inspiro profundamente antes de proseguir.

– Si vine a Tabriz fue porque sabia que esta ciudad resistiria. La tierra que pisamos en este instante esta regida por la Constitucion. Desde ahora la sede del Parlamento esta aqui, la sede del gobierno legitimo. Sera una hermosa batalla y terminaremos por ganar. ?Seguidme!

Y le seguimos junto con una media docena de sus partidarios. Nos condujo hacia el jardin y rodeo la casa hasta una escalera de madera cuyo final se perdia entre espesos follajes. Llegamos al tejado, cruzamos una pasarela, de nuevo subimos unos cuantos peldanos y nos encontramos en una habitacion de gruesas paredes y estrechas ventanas, casi troneras. Fazel nos invito a echar una ojeada: estabamos justo encima de la entrada mas vulnerable del barrio, interceptada ya por una barricada. Detras, unos veinte hombres, rodilla en tierra, apuntando con las carabinas.

– Hay mas -explico Fazel-. Igualmente decididos. Taponan todas las salidas del barrio. Si llega la jauria, sera recibida como lo merece.

La «jauria», como el decia, no estaba lejos. Habia debido de pararse en el camino para incendiar dos o tres casas pertenecientes a «hijos de Adan», pero no cedia el clamor y los disparos se acercaban.

De pronto se apodero de nosotros una especie de estremecimiento. Por mas que uno se lo espere, por muy protegido que se este detras de una pared, el espectaculo de una muchedumbre desatada que grita amenazas de muerte y viene derecha hacia ti es, probablemente, la experiencia mas pavorosa que se puede tener.

Instintivamente susurre:

– ?Cuantos seran?

– Mil, mil quinientos a lo sumo -respondio Fazel en voz alta, clara y tranquilizadora antes de anadir como una orden: -Ahora nos toca a nosotros asustarlos.

Pidio a sus ayudantes que nos entregaran unos fusiles. Entre Howard y yo hubo un intercambio de miradas casi divertidas; sopesamos esos frios objetos con fascinacion y repugnancia.

– Apostaos en las ventanas -dijo Fazel-, y tirad contra cualquiera que se acerque. Yo tengo que irme. ?Les reservo una sorpresa a esos barbaros!

Apenas habia salido cuando comenzo la batalla. Aunque hablar de batalla es, sin duda, excesivo. Llegaron los provocadores, una horda vociferante y atolondrada, y su vanguardia se lanzo hacia la barricada como si se tratara de una carrera de obstaculos. Los «hijos de Adan» dispararon. Una descarga. Luego otra. Unos diez asaltantes cayeron, el resto retrocedio, solo uno consiguio escalar la barricada, pero fue para ensartarse en una bayoneta. Resono un horrible aullido de agonia; yo aparte los ojos.

El grueso de los manifestantes permanecia atras prudentemente, contentandose con repetir a voz en grito: «?Que mueran!» Luego una cuadrilla se lanzo de nuevo al asalto de la barricada, esta vez con un poco mas de metodo, es decir, disparando contra los defensores y las ventanas de donde partian los disparos. Un «hijo de Adan» alcanzado en la frente fue la unica baja de su campo. Ya las descargas de sus companeros comenzaban a segar las primeras lineas de asaltantes.

La ofensiva cedia. Retrocedieron e intentaron alborotadamente ponerse de acuerdo. Estaban reagrupandose para una nueva tentativa cuando un estruendo sacudio el barrio. Un obus acababa de caer en medio de los manifestantes, provocando una carniceria seguida de una desbandada. Los defensores levantaron entonces sus fusiles gritando: «?Maxrute! ?Maxrute!» -?Constitucion!-. Al otro lado de la barricada se divisaban decenas de cuerpos tendidos. Floward susurro:

– Mi arma sigue estando fria. No he disparado ni un solo tiro. ?Y tu?

– Yo tampoco.

– Tener en el punto de mira la cabeza de un desconocido y apretar el gatillo para matarle…

Fazel llego unos instantes despues jovial.

– ?Que pensais de mi sorpresa? Es un viejo canon frances, un «de Bange» que nos ha vendido un oficial del ejercito imperial. Esta en el tejado ?venid a admirarlo! Un dia cercano lo instalaremos en medio de la plaza mas grande de Tabriz y escribiremos encima: «Este canon salvo a la Constitucion.»

Encontre sus palabras demasiado optimistas, aunque no podia discutir que, en unos minutos, habia conseguido una significativa victoria. Su objetivo estaba claro: mantener una pequena isla donde los ultimos partidarios de la Constitucion pudieran reunirse y protegerse, pero, sobre todo, reflexionar juntos sobre los futuros actos.

Si aquel caotico dia de junio nos hubieran dicho que desde algunas enmaranadas callejuelas del bazar de Tabriz, con nuestras dos brazadas de fusiles Lebel y nuestro unico canon «de Bange», ibamos a devolver a Persia entera su libertad robada, ?quien lo hubiera creido?

Sin embargo, es lo que sucedio, no sin que el mas puro de entre nosotros lo pagara con su vida.

XXXIX

D ias sombrios de la historia del pais de Jayyam. ?Era aquella el alba prometida a Oriente? De Ispahan a Qazvin, de Shiraz a Hamedan, cien, mil pechos ciegos proferian los mismos gritos: «?Que mueran! ?Que mueran!» De ahora en adelante habia que esconderse para decir libertad, democracia, justicia. El porvenir era ya solo un sueno prohibido; a los partidarios de la Constitucion se les perseguia por las calles, las sedes de los «hijos de Adan» estaban devastadas, sus libros eran amontonados y quemados. En ninguna parte en toda la extension de Persia pudo ponerse freno a aquella odiosa marejada.

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