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El Abisinio - Rufin Jean-christophe (бесплатные онлайн книги читаем полные .TXT) 📗

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– Conque perseguir a las hienas por el palacio, ?eh? Azotar a los cortesanos, por ejemplo, cuando el Rey se levante, ?no es eso? -exclamo el presidente-. Desde luego. Anote, escribano. Sus historias son realmente excelentes. ?Por que no nos habra amenizado antes con estas joyas?

Todos los miembros del jurado se mostraban distendidos y con una amplia sonrisa, mientras el publico estaba inmerso en un hermetico silencio.

– ?Algun detalle mas? -pregunto el presidente con avidez.

– Uno mas -contesto Poncet sonriente-. Alli asisti a numerosas ejecuciones. Hay un castigo que me gustaria describirles. Se coge al condenado y se le envuelve por completo en una especie de pano de muselina blanca. A continuacion se vierte sobre el cera tibia y liquida, que impregna la tela, solidificandose y transformando al hombre en una gran vela viviente. Luego se enciende, y arde como una antorcha. El crepitar del fuego hace tanto ruido que apenas se le oye gritar.

Los miembros del jurado, sobrecogidos, miraron a Jean-Baptiste aterrorizados, mientras la pluma del escribano flotaba en el aire.-Cuando todo ha terminado, solo queda la forma negra del cuerpo calcinado. Entonces hay que estar bien atentos. Hay que mirar bien y voltear el cadaver por todos lados. Con un poco de suerte aun se pueden descubrir los ojos intactos del condenado, que han sido protegidos por sus lagrimas, bajo una corteza de tela todavia blanca.

Jean-Baptiste se levanto.

– Ya saben bastante -dijo-. Esta vez, no creo que pueda contarles nada mas. Juzguenme como consideren oportuno. Solo tengo un deseo: me gustaria que dictaminaran para mi una ejecucion de esta naturaleza, que me aniquile el cuerpo, pero que me deje intactos los dos ojos, de los cuales he hecho tan buen uso hasta ahora. Adios, senores, y gracias por haber querido escuchar la cronica de mis viajes.

En el aire silencioso y helado resonaron entonces las botas de Jean-Baptiste, seguido de los dos picardos. Atravesaron toda la sala, subieron los peldanos de madera hasta el gran porton y salieron majestuosamente.

– Amigo mio, ha cometido un error -le dijo el consejero Du Sangray-. Tal vez lo hubieramos arreglado todo. Figurese que sus recuerdos han conquistado al duque de Chartres. Para demostrarle cuanto le ha cautivado esta lectura, se ha empenado en encontrarse con usted. Le ofrece estas diez mil libras y le pide el favor de que le permita publicar su relato. Asi que se ha equivocado de medio a medio al provocar a los jueces.

El consejero estaba de pie frente a Jean-Baptiste. Como de costumbre, el anciano no llevaba peluca y su cabeza se enmarcaba en una corta pelusa gris. Tendio los brazos hacia el medico y le dio un abrazo.

– Ha cometido un error, y ha estado muy acertado. No puede imaginar lo bien que le entiendo. Tenga, le ruego que al oro del duque agregue este, que es de mi parte.

Deposito una gran bolsa de terciopelo en la mano de Jean-Baptiste.

– Ahora no pierda tiempo. En fin, se ha empenado en dar un escandalo. Yo no le habria aconsejado que lo hiciera pues aqui todo va muy deprisa. La Reynie ya no esta, pero su policia es mas eficiente que nunca. Antes incluso de que el jurado haya redactado el informe, el Rey lo sabra todo.

– Tengo la intencion de actuar esta misma noche.

– En fin, digame tan solo que puedo hacer por usted.Jean-Baptiste le dio las indicaciones pertinentes.

– ?Es lamentable! -exclamo el consejero-. El duque de Chartres se sentira muy apenado por no conocerle. Tenia muchas preguntas que hacerle.

Luego Sangray abrazo a su joven amigo con lagrimas en los ojos.

– Y yo -dijo- pierdo a un hijo.

– No lo pierde, lo salva.

– Eso me consuela, pero debo confesarle que esta sentencia me resulta muy dura, aunque escape de los jueces.

Aquel adios conmovio profundamente al joven. El senor Raoul, que aparecio con un faisan, fue a buscar una botella de borgona y dejo a los dos hombres comulgar por ultima vez con aquellas divinas especies.

A las nueve de la noche, Jean-Baptiste entraba en su aposento. Los dos guardias picardos le saludaron respetuosamente. Media hora despues, toda la casa dormia.

La parte trasera de la casa donde vivia el consejero Du Sangray daba a un patio adoquinado de reducidas dimensiones. Un pozo con brocal y dos cuadras ocupaban el fondo, que lindaba con un muro de dos metros de altura. La habitacion de Jean-Baptiste daba a ese patio trasero a traves de un ajimez. La suerte quiso que el techo de las cuadras estuviera acoplado con el edificio principal mediante una lima ancha situada inmediatamente por debajo de la ventana. En el momento en que en San Eustaquio daban las diez, Jean-Baptiste, vestido con su casaca mas calida y envuelto en un gran tabardo, paso una pierna al otro lado de la ventana y se deslizo sobre el tejado de la cuadra. Llevaba un bulto a la espalda. Paso con cautela a lo largo del borde de pizarra, alcanzo el muro de un salto y luego se deslizo hasta el patio vecino, donde cayo con los dos pies sobre un monton de tierra blanda, sin hacer ruido alguno.

Estaba oscuro, hacia mucho frio y las estrellas rutilaban en un cielo negro y helado.

Jean-Baptiste dio dos pasos con mucha precaucion, y de pronto una mano le agarro del hombro.

– ?Mortier? -dijo sobresaltado?

– ?Chsss! Sigame.

El contrabandista no estaba curado del todo, pero ya no tenia fiebre; su herida cicatrizaba al abrigo de un buen vendaje. Seguia cojeando, ciertamente, pero habia visto cosas peores y de todas formas habria vuelto a las andadas. Nadie conocia Paris mejor que el. Secreto por secreto, Poncet le habia revelado el suyo, y el hombre se alegraba sobremanera de poder ayudar a quien le habia prestado auxilio.

Ambos se escabulleron por un dedalo de callejuelas y de patios. El viento invernal habia apagado casi todas las luces. Mortier sabia donde estaban los perros, que puertas de los jardines quedaban abiertas y podian servir de atajo. Conocia el trayecto de la patrulla y, salvo que tuvieran la mala suerte de que alguien los denunciara -circunstancia a la que achacaba la causa de su accidente-, no tenia miedo de nada. Miraba las calles igual que un navegante otea los peligros de la marejada y de las corrientes. En media hora llegaron al bulevar Du Temple, iluminado por grandes farolas de cobre colgadas de unos postes.

– Cuidado -susurro Mortier-. Hay un puesto de guardia a cincuenta pasos de aqui. Vaya por la linde de las sombras, y eche a correr si oye gritos.

Mortier fue el primero en cruzar cojeando el vasto espacio iluminado del bulevar. Cuando hubo desaparecido en la oscuridad de enfrente, Jean-Baptiste se reunio con el en unas pocas zancadas, sin sobresalto alguno. Del otro lado se extendian unos jardines con grandes arboles, donde se habian construido algunas casas. Habia que ser cautelosos con los perros guardianes agazapados a veces detras de los setos. Pronto abandonarian estos cercados y se internarian en la pendiente de la Charonne, en el campo completamente desierto y puro. Surcaron caminos intrincados, atravesaron bosquecillos por los senderos y saltaron pequenos arroyos cuyas riberas estaban cubiertas de hojas muertas.

El cielo no ofrecia ningun atisbo de luz pues aun no habia luna. Llegaron a un camino ancho. De vez en cuando, al acercarse a una de las puertas de la ciudad, oyeron en la sombra el sobresalto cansino de un buey sorprendido en su descanso. Poco antes de llegar al pueblo de Charonne acortaron por la derecha. Por la humedad y el rumor de las hojas, Jcan-Baptiste se percato de que estaban en un bosque. En un claro oyeron resoplar un caballo. Mortier hizo la senal convenida, a la que respondio un silbido.

– ?Eres tu, bribon?

– Yo mismo, granuja.

Una voz de hombre un poco temblorosa, probablemente de anciano, salia de la noche, muy proxima a ellos.-?Tienes el animal?

– Animal tu, ?es que no tienes orejas? Dame la mano, aqui, toca. ?Acaso es una perdiz?

– Pasame la brida, viejo zorro. Tenga doctor, aqui esta su caballo, con silla y todo.

A tientas, Jean-Baptiste puso el pie en los estribos y salto sobre la silla. Mortier le recordo en que posta debia cambiar su montura. No quiso aceptar dinero. Jean-Baptiste no insistio, pero deslizo una bolsa sin que se diera cuenta en el tabardo de! contrabandista.

Se dieron la mano en silencio y cada uno dio las gracias al otro muy sinceramente. Poncet espoleo al caballo y alcanzo el camino principal. En el primer cruce, giro hacia el sur y ya no se desvio. Al principio la oscuridad le obligo a cabalgar al trote. Luego ascendio un cuarto de luna, lo suficiente para vislumbrar los relieves. El caballo tenia un buen galope, regular y ligero. Nunca habia estado tan cerca Jean-Baptiste de encontrarse en un aprieto semejante: iban en su busca, le perseguirian por desobedecer al mas grande de todos los reyes. La noche era helada, le fustigaban las ramas y tenia los ojos rutilantes de lagrimas. Sin embargo, nunca se habia sentido tan libre y confiado.

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