El Abisinio - Rufin Jean-christophe (бесплатные онлайн книги читаем полные .TXT) 📗
– ?Piensa embarcarse desde alli?
– Si -contesto Jean-Baptiste-, tomare una barcaza de pescadores para trasladarme a Genova.
– ?Los correos del Rey no habran alertado a las autoridades contra usted? Es posible que lo esten buscando.
– Dudo que los correos hayan podido ir mas deprisa que yo. Y seguramente no habran advertido mi huida tan rapido. Aun tengo veinticuatro horas.
– Es muy arriesgado. No hay barco todos los dias. Suponga que las ordenes llegan mientras usted esta alli, sobornando a los marinos. Lo denunciarian inmediatamente.
– Lo se -dijo Jean-Baptiste con expresion seria-. Desde que escape, he tenido todo el tiempo del mundo para pensar en ello. Pero no tengo eleccion.
Catinat acabo de tomarse su mejunje y limpio el fondo con los dedos.
– Le aconsejo que se tome unas horas de descanso. Anda falto de sueno y en ese estado no se hace nada bueno. Vaya a una de esas grutas, arropese con una piel de cordero y duerma. A las cuatro de la manana levantamos el campamento. Desde ahora hasta entonces, tal vez haya preparado algo para usted.
La sopa caliente y el reposo junto al fuego fue suficiente para que Jean-Baptiste advirtiera que su cuerpo estaba completamente entumecido. Desde su partida, solo se habia tomado unas horas de descanso que nunca fue completo pues se habia visto obligado a estar alerta constantemente. Asi que acepto el consejo de Catinat. Apenas se hubo estirado cayo en un sueno profundo a pesar del olor insoportable de la piel desollada.
A las cuatro, Catinat fue a despertarle, como habia dicho. Traia ropa y le dijo que se cambiara. Aturdido y sin tener plena conciencia de lo que hacia, Jean-Baptiste se desprendio de sus viejos harapos, se coloco un jubon de saten con punos bordados, que le iba ajustado, y se calzo unas botas finas ligeramente grandes. Completo su atuendo con una amplia capa de pano y un sombrero realzado en tricornio. Con esta elegante vestimenta, Jean-Baptiste se reunio con el grupo de hombres que formaba un circulo alrededor de la fogata mas cercana, entre los que se hallaba Catinat. Con el sombrero en la mano, hicieron una breve plegaria, pero era evidente que ponian toda su alma en ella. Luego distribuyeron un tazon de la misma sopa que la noche anterior, mas clara. Catinat pidio a Poncet que se sentara su lado.
– Hace tres dias, los nuestros asaltaron en el camino de Uzes a un joven noble que cometio la imprudencia de subir hasta alli sin escolta. Hicieron su tarea limpiamente, y sus ropas no tienen ni un rastro de sangre. Estos son sus papeles.
Tendio a Jean-Baptiste una pequena bolsa roja en la que estaban inscritas las iniciales H-V en letras doradas.
– Era uno de esos jovenes aventureros que vienen a ponerse al servicio de los ejercitos para reprimir nuestras fuerzas. No hay nada mas abominable. Se amparan en la fe, pero su unica aspiracion es el pillaje para asi dar fortuna a un nombre que no les ha dado ninguna. Ha tenido mucha suerte de que nadie le haya tomado por uno de esos al acercarse hasta aqui, aunque la verdad es que usted parecia un pordiosero y que generalmente ellos cuidan mucho su apariencia. Se visten para asesinarnos; ese es el honor que nos hacen.
Jean-Baptiste habia abierto la envoltura de cuero que contenia los papeles del muerto, que se llamaba Hugues de Vaudesorgues. Habia pertenecido a la casa del principe de Conti, que le recomendaba al gobernador general de Nimes, y tenia la misma edad que Poncet, con solo dos meses de diferencia.
– Quedese con su caballo -dijo Catinat-. Solo tenemos animales de tiro, que no resultarian muy apropiadas para alguien de su posicion. Pero con estos documentos nadie le importunara. Vaya hasta la primera posta al este de Uzes y cambie de montura con tanta naturalidad como si llegara de una corta etapa de viaje. Su doble no paso por alli y no sospecharan nada. Despues, siga hasta Marsella. El puerto es grande. A buen seguro encontrara un barco, y nadie se fijara en usted. Esos heroes de pacotilla a menudo se dan media vuelta en cuanto les disparamos la primera bala, y se van a probar suerte en las Escalas de Levante.
El dia empezaba a clarear, deslizando sus tonalidades blanquecinas a traves de las ramas desnudas. Los hombres pisoteaban las fogatas, cargaban sus morrales a los hombros y se agrupaban con las armas en la mano. Jean-Baptiste llevaba a su caballo sujeto por las riendas y camino con ellos hasta una especie de mirador natural, un promontorio de roca plana desde donde se veia la espalda abovedada de grandes bosques negros, y al fondo la linea pastel del valle. Poncet y Catinat se dieron un gran abrazo y luego se separaron. Jean-Baptiste subio a su caballo antes de mirar por ultima vez, en el dia azul, a aquella tropa ruda, miserable y temblorosa que era la viva imagen de la dignidad. Advirtio que la mayor parte de los partisanos se habian endosado encima de sus pobres ropas una amplia camisa de tela que seguramente les servia para reconocerse entre ellos. Jean-Baptiste se fue alejando, y ellos levantaron sus picas y sus espadas en senal de saludo. Mientras descendia, siguieron durante un buen rato con la mirada aquella silueta que el dia anterior habian asaltado y que ahora acababan de resucitar.
3
El padre Pasquale y Bartolomeo, un joven novicio recien llegado de Italia, esperaban en el patio. No habria sido conveniente que fuesen mas alla. El capuchino barbudo iba y venia alrededor de la palmera que crecia, sola y algo ridicula para su gusto, en pleno centro de aquel patio con azulejos y rodeado de altos muros almenados. Pensaba que realmente parecia que estuvieran en una prision, sobre todo porque las ventanas se hallaban provistas de rejas de hierro forjado por el lado que daba a la iglesia copta. Al pasar ante el portico entreabierto, el capuchino podia distinguir unas voces graves que cantaban salmos, mientras el familiar olor a incienso se deslizaba hasta su gran nariz.
En el interior de la basilica, el ambiente era muy distinto. Gracias a los postigos de madera cerrados en todas las ventanas y a un complicado sistema de colgaduras, pantallas y mamparas, en El Santo de los Santos reinaba la mas absoluta oscuridad. Solo los resplandores escarlata de unas lamparas poco iluminadas alteraban la paz de los objetos y de los seres, escogian parsimoniosamente aquello que deseaban captar y mostraban una habilidad de ladron para distinguir el oro, el marfil y las gemas en la penumbra. Ibrahim, el monje siriaco, asistia al patriarca y a unos pocos elegidos en la ardua tarea de bendecir los oleos de la coronacion. Tras numerosos preambulos e interminables oraciones, el patriarca saco una anfora de alabastro de un sagrario. En ese momento empezo la bendicion propiamente dicha, que culmino con el trasiego del liquido en una vinajera de arcilla provista de un asa y cerrada con un tapon de corcho. La tarea se dio por terminada cuando el dia empezaba a declinar. El patriarca, que llevaba la vinajera en la cabeza de la procesion, llego al vestibulo y espero a que abriera el portico un anciano sacerdote copto que sacudia la cabeza sin cesar. Pese a que estaba muy enfadado por la larga espera, el padre Pasquale fue condescendiente con el obispo de los coptos y, con la expresion de la mas humilde sumision, tomo en sus manos el precioso recipiente, asi como un pergamino enrollado y lacrado que autentificaba su procedencia. Hizo una genuflexion y dijo en arabe:
– Dentro de tres dias a partir de hoy, monsenor, estas santas unciones estaran de camino hacia Abisinia.
El patriarca hizo un ultimo signo de la cruz sobre la urna. Por su parte, Ibrahim cruzo una mirada de complicidad con el capuchino. Y el hermano Pasquale, seguido de Bartolomeo, saludo, atraveso lentamente el patio y por fin salio al tumulto de la ciudad.
El santuario copto daba a una calle estrecha que lindaba con casas elevadas. Practicamente al pie de cada una de ellas, por no decir en todas, un pequeno negocio exponia su tenderete, iluminado por un quinque. Aun habia mucha gente y los viandantes que avanzaban en las sombras se topaban unos con otros, a veces con cierta brusquedad.
– Toma la vinajera -dijo el hermano Pasquale al novicio-. Tu ves mejor que yo.
El joven novicio se hizo cargo del preciado recipiente con una expresion de terror. Era un muchacho gordo y mofletudo que habia llegado de Istria. Todavia no se podia dar fe de su vocacion, pero su padre, a quien temia, quiso consagrar uno de sus hijos a Dios, y escogio a aquel entre los demas, porque era el mas gloton y el que costaba mas trabajo alimentar. Desde entonces, Bartolomeo servia al Senor con la lealtad de un soldado que lucha con ganas porque el rancho es copioso.
– ?Has visto, muchacho, como presume ese patriarca bribon con su gran toga bordada en oro! -mascullaba el capuchino que iba delante, mientras se abria paso entre el gentio, aprovechando que tenia las manos libres-. Pero si yo no hubiera empezado por darle la mitad de los cequies del consul a ese miserable…
Bartolomeo corria detras, sin despegarse de los talones de su protector.
– Escuchame bien -continuo el hermano Pasquale-. Tu eres joven, Bartolomeo. Debes saber que esos coptos no son nada. Nada de nada. Si los juzgas por sus ropas y sus incensianos de corladura, podrias pensar que son algo. Pero no te equivoques. El pacha es el propietario de todo. Les deja usar todos los objetos, pero en realidad son mas pobres que los mendigos.
– ?No somos nosotros tambien pobres? -pregunto jadeante el joven capuchino, a quien le habia impresionado sobremanera enterarse, cuando le destinaron con los monjes, que habian hecho voto de mendigar su comida.
– Nosotros tenemos al Papa, ?comprendes? -respondio Pasquale-. Es verdad que somos pobres, pero esa es precisamente nuestra arma y el lugar que nos corresponde. Miralo asi, como si nosotros fueramos los exploradores y a nuestras espaldas estuviera la caballeria, los canones y todo un ejercito, mientras que esos coptos solo tienen detras el sable de los musulmanes, prestos para rebanarles el cuello. Y aun asi se dan importancia y nos hacen esperar cuatro horas en fila hasta terminar su revoltijo de bendiciones.
Habian dado la vuelta a la esquina por un callejon mas estrecho aun, sumido en la mas absoluta oscuridad, y por el que no pasaba nadie. No obstante, por ese atajo podian evitar la ciudadela y llegar con mayor rapidez al convento.
– Espere, padre -dijo Bartolomeo-. No veo nada.
– Pon un pie despues del otro, pedazo de alcornoque. ?Que te han ensenado en el seminario?
El hermano Bartolomeo hizo todo lo que pudo, pero de pronto se detuvo, lanzo un grito ahogado y luego fue soltando una angustiada letania.