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Samarcanda - Maalouf Amin (читать книгу онлайн бесплатно полностью без регистрации txt) 📗

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Sin embargo, llega la hora en que el punado de defensores es arrollado, los cimientos de la fortaleza son socavados y las murallas escaladas. Yussef lucha hasta el ultimo suspiro antes de que lo hieran, lo capturen y lo conduzcan ante el sultan, que siente curiosidad por ver de cerca la causa de sus problemas. Le presentan a un hombrecillo reseco, hirsuto, polvoriento. Esta de pie, con la cabeza erguida, entre dos colosos que le sujetan fuertemente por los brazos. Por su parte, Alp Arslan esta sentado, con las piernas cruzadas, sobre un estrado de madera cubierto de almohadones. Los dos hombres se miran con desafio durante un largo rato y luego el vencedor ordena:

– ?Que claven cuatro estacas en el suelo, que lo aten a ellas y que lo descuarticen!

Yussef mira al otro de arriba abajo con desprecio y grita:

– ?Ese es el tratamiento que se le inflige al que ha luchado como un hombre?

Alp Arslan no responde y vuelve la cara. El prisionero lo increpa:

– ?Tu, el Afeminado!

?Es a ti a quien hablo! El sultan se sobresalta como picado por un escorpion. Coge su arco, que esta a su lado, coloca una flecha y antes de tirar ordena a los guardias que suelten al prisionero. No puede tirar sobre un hombre sujeto sin riesgo de herir a sus propios soldados. De todos modos no teme nada, nunca ha errado el blanco.

?Es el nerviosismo extremo, la precipitacion, la dificultad de tirar a una distancia tan corta? Lo cierto es que Yussef no ha sido herido, que el sultan no tiene tiempo de disparar una segunda flecha y que el prisionero se precipita sobre el. Y Alp Arslan, que no puede defenderse si permanece encaramado en su pedestal, intenta bajarse, se engancha los pies con un almohadon, tropieza y cae al suelo. Yussef esta ya sobre el, sosteniendo en la mano el cuchillo que guardaba escondido entre sus ropas. Tiene tiempo de atravesarle el costado antes de morir el mismo de un mazazo. Los soldados se encarnizan sobre el cuerpo inerte, despedazado. Pero conserva en sus labios una sonrisa socarrona que la muerte petrifica. Se ha vengado; el sultan apenas le sobrevivira.

En efecto, Alp Arslan morira al cabo de cuatro noches de agonia. De agonia lenta y de amarga meditacion. Los cronistas de la epoca recogieron sus palabras: «El otro dia pasaba revista a mis tropas desde lo alto de un promontorio cuando senti la tierra temblar bajo mis pasos y me dije: ?Soy el amo del mundo! ?Quien podria compararse conmigo? Por mi arrogancia, por mi vanidad, Dios me ha enviado al mas miserable de los humanos, un vencido, un prisionero, un condenado camino del suplicio; se ha revelado mas poderoso que yo, me ha herido, me ha derribado de mi trono, me ha quitado la vida.»

Al dia siguiente de ese drama, Omar Jayyam habria escrito en su libro:

De vez en cuando, un hombre se yergue en este mundo
despliega su fortuna y proclama: ?Soy yo!
Su gloria vive el espacio de un sueno agrietado,
ya la muerte se yergue y proclama: ?Soy yo!

IX

E n Samarcanda en fiestas, una mujer se atreve a llorar: esposa del kan que triunfa, es tambien y sobre todo hija del sultan apunalado. Ciertamente, su marido ha ido a darle el pesame, ha ordenado que todo el haren lleve luto y ha mandado azotar ante ella a un eunuco que demostraba demasiada alegria. Pero de regreso a su divan no duda en repetir a sus allegados que «Dios ha oido las oraciones de la gente de Samarcanda».

Se puede pensar que en esa epoca los habitantes de una ciudad no tenian ninguna razon para preferir un soberano turco a otro. Sin embargo, rezaban porque lo que temian era el cambio de amo, con su cortejo de matanzas y sufrimientos y sus inevitables saqueos y depredaciones. Tenia el monarca que superar todo limite, someter a la poblacion a unos impuestos excesivos, a perpetuas vejaciones, para que llegaran a desear que otro los conquistara. No era ese el caso con Nasr. Si no era el mejor de los principes, desde luego no era el peor. Se las arreglaban con el e invocaban al Altisimo para que limitara sus excesos.

Por lo tanto, se celebra en Samarcanda el haber evitado la guerra. La inmensa plaza de Ras el-Tak rebosa de gritos y entusiasmo. En cada pared se apoya la mercancia de un vendedor ambulante. En cada farola se improvisa una cancion, unos rasgueos de laud. Mil corros de curiosos se hacen y deshacen en torno a los narradores, los quiromanticos, los encantadores de serpientes. En el centro de la plaza, sobre un estrado provisional y bamboleante tiene lugar la tradicional justa de poetas populares que celebran a Samarcanda la incomparable, a Samarcanda la inconquistable. El juicio del publico es instantaneo. Unas estrellas suben, otras declinan. Por todas partes arden fogatas. Estamos en diciembre y las noches son ya rigurosas. En el palacio las jarras de vino se vacian, se rompen, el kan tiene el vino alegre, ruidoso, conquistador.

Al dia siguiente ordena que recen en la gran mezquita la oracion del ausente y luego recibe el pesame por la muerte de su suegro. Los mismos que la vispera habian acudido para felicitarle por su victoria, vuelven con rostro apesadumbrado para expresarle su afliccion. El cadi, que ha recitado algunos versiculos de circunstancias e invitado a Omar a hacer lo mismo, cuchichea al oido de este ultimo.

– No te asombres de nada, la realidad tiene dos caras, los hombres tambien.

Esa misma noche, Nars Kan convoca a Abu Taher y le pide que se una a la delegacion encargada de ir a presentar los respetos de Samarcanda al sultan difunto. Omar forma parte del cortejo, verdad es que junto a otras ciento veinte personas.

El lugar de las condolencias es un antiguo campamento del ejercito selyuqui, situado justo al norte del rio. Miles de tiendas y de barracas se alzan alrededor, verdadera ciudad improvisada donde los dignos representantes de Transoxiana se codean con desconfianza con los guerreros nomadas de largos cabellos trenzados que han venido a renovar el vasallaje de su clan. Malikxah, diecisiete anos, coloso con rostro de nino, cubierto con un amplio abrigo de caracul, se pavonea sobre un pedestal, el mismo que vio caer a su padre Alp Arslan. De pie a algunos pasos de el se encuentra el gran visir, el hombre fuerte del Imperio, de cincuenta y cinco anos, a quien Malikxah llama «padre», signo de extrema deferencia, y a quien los demas nombran por su titulo, Nizam el-Molk, Orden del Reino. Jamas un apodo ha sido tan merecido. Cada vez que un visitante de importancia se acerca, el joven sultan consulta con la mirada a su visir, que le indica con una imperceptible sena si debe mostrarse amable o reservado, sereno o desconfiado, solicito o ausente.

La delegacion de Samarcanda al completo se prosterna a los pies de Malikxah, que se da por enterado con un movimiento de cabeza condescendiente; luego cierto numero de notables se separa del grupo para dirigirse hacia Nizam. El visir, impasible, los mira y los escucha sin reaccionar, mientras sus colaboradores se agitan a su alrededor. No hay que imaginarselo como senor vociferante del palacio. Si es omnipresente lo es mas bien como el que mueve unas marionetas y con discretos toques imprime a los otros los movimientos que el desea. Sus silencios son proverbiales. No es raro que un visitante pase una hora en su presencia sin intercambiar otras palabras que las formulas de saludo y de despedida. Porque no se le visita necesariamente para conversar con el, se le visita para renovar el vasallaje, para disipar sospechas, para evitar el olvido.

Asi, doce personas de la delegacion de Samarcanda han obtenido el privilegio de estrechar la mano que sujeta el timon del Imperio. Omar va pisandole los talones al cadi, Abu Taher balbucea una formula. Nizam mueve la cabeza y retiene su mano en la suya algunos segundos. El cadi se siente honrado. Cuando llega el turno de Omar, el visir se inclina hasta su oido y murmura:

– En este dia del proximo ano ven a Ispahan. Hablaremos.

Jayyam no esta seguro de haber oido bien, siente como una confusion en su mente. El personaje le intimida, el ceremonial le impresiona, la algarabia le marca, los gritos de las planideras le aturden; ya no se fia de sus sentidos, querria una confirmacion, una precision, pero ya la multitud le empuja, el visir mira hacia otra parte, comienza de nuevo a mover la cabeza en silencio.

Durante el camino de regreso, Jayyam no cesa de rumiar el incidente. ?Es el unico a quien el visir ha susurrado unas palabras? ?No lo habra confundido con otro? ?Y por que una cita tan lejana en el tiempo y en el espacio?

Se decide a hablar de ello al cadi. Puesto que este se encontraba justo delante de el, ha podido oir, sentir, incluso adivinar algo. Abu Taher le deja contar la escena antes de reconocer malicioso:

– Me di cuenta de que el visir te cuchicheaba algunas palabras, no las oi, pero puedo asegurarte que no te confundio con otro. ?Viste todos esos colaboradores que le rodeaban? Tienen por mision informarse de la composicion de cada delegacion, de soplarle el nombre y la calidad de aquellos que van hacia el. Me preguntaron tu nombre, se aseguraron de que eras realmente el Jayyam de Nisapur, el sabio, el astrologo, no hubo ninguna confusion sobre su identidad. Por otra parte, con Nizam el-Molk no hay nunca otra confusion que la que el juzga oportuno crear.

El camino es llano, pedregoso. A la derecha, muy lejos, una linea de altas montanas, las estribaciones de Pamir. Jayyam y Abu Taher cabalgan uno al lado del otro, sus monturas se rozan sin cesar.

– ?Y que puede querer de mi?

– Para saberlo tendras que esperar un ano. Hasta entonces te aconsejo que no te pierdas en conjeturas, la espera es demasiado larga, te agotarias. ?Y sobre todo no se lo cuentes a nadie!

– ?Tengo la costumbre de ser indiscreto?

El tono es de reproche. El cadi no se altera:

– Quiero ser claro. ?No se lo cuentes a esa mujer!

Omar hubiera debido figurarselo; las visitas de Yahan no podian repetirse tanto sin que nadie lo notara. Abu Taher prosigue:

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