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El Abisinio - Rufin Jean-christophe (бесплатные онлайн книги читаем полные .TXT) 📗

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– ?Lo ha puesto en singular?

– ?El que, Excelencia?

– Pues «rastro», que va a ser…

– Me parece que si.

– Escribalo en plural. No creo que hayan huido a la pata coja, unos detras de otros, para dejar solo un rastro.

– «No se han encontrado sus rastros.» En plural.

– Muy bien.

– «Alertados por esta huida, los capuchinos siguieron con sus pesquisas y al final descubrieron la identidad del supuesto Joseph. El asunto llegara hasta el Papa, al menos esas son las intenciones del padre Pasquale.»

– No mentemos tantas veces a ese insolente. Diga solo «esas son las intenciones de los capuchinos».

El senor Mace tomo nota.

– «Propongo a su Excelencia sacar dos conclusiones provisionales de este embarazoso asunto: la primera, que hace un mes poco mas o menos nuestros emisarios estaban vivos y con buena salud en Senaar, donde suponiamos que habrian de encontrarse por esas fechas.»

El senor De Maillet se habia acercado a la ventana y miraba al jardin.

– «La segunda, menos evidente sin duda, que estos tejemanejes religiosos complican sobremanera esta mision. La rivalidad que existe entre ambas congregaciones y la hostilidad que los abisinios manifiestan hacia el clero catolico plantea dudas respecto al exito de una mision que deberia ser menos problematica en si misma. Dicho en otros terminos, y para hablar sin rodeos, espero que los jesuitas no pongan en peligro un cometido al que se han entregado con tanto afan. Considero a este respecto que en el momento de encomendar esta mision, Su Majestad deseaba obrar en interes de toda la cristiandad.»

Era la cuarta vez, desde la tarde del dia anterior, que releian la carta, pues el consul no se cansaba de oir esa parte eminentemente politica, a su parecer tan audaz y clarividente. En aquel momento aparecio su hija en el rellano de la escalinata, y su presencia distrajo ligeramente su atencion. Como habria deseado compartir con ella aquellas sutilezas diplomaticas y que pudiera apreciar el genio de su padre el dia que desgraciadamente hubiera desaparecido…

– «Y conviene observar -continuo el senor Mace- hasta que punto se confunden en este asunto los intereses del Rey de Francia con los de la fe catolica. En cuanto la embajada este de regreso, me dirigire nuevamente a Su Excelencia para saber que tactica debere seguir. ?Sera oportuno mezclar las relaciones de Estado con los asuntos religiosos? En el supuesto de que los lazos diplomaticos y sobre todo comerciales sean factibles, ?deberiamos maniobrar en provecho de Su Majestad y solo en el estricto interes de su Estado?»

– Creo que es perfecto -dijo fervorosamente el senor De Maillet-. La releeremos otra vez mas, dentro de un rato, cuando haya introducido las correcciones, y despues la enviaremos.

El senor Mace se levanto y volvio al cuchitril asfixiante que le servia de despacho.

Desde la ventana, aunque algo retirado de los tapices de la pared, el consul observo con ternura a su hija, que iba a cuidar las plantas, tal como se acostumbraba a decir en la casa. Admiro su gracil silueta, su andar ligero y sus modales mas graves y menos aninados.

«Pronto habra que ir pensando en su matrimonio», se dijo.

– ?Esta bestia terminara por tirarme al suelo!

El maestro Juremi trataba de someter con todas sus fuerzas a aquel caballo enloquecido que forcejeaba con la mirada perdida. Hadji Ali llamo a un esclavo, que agarro al animal por los arneses.

– ?Ahora no es el mejor momento para caerse! -dijo Jean-Baptiste, que sujetaba las riendas con las dos manos e intentaba mantener su montura al paso con visibles dificultades.

Acababan de dejar atras el barrio moro y ahora franqueaban el riachuelo que les alejaba de la ciudad propiamente dicha. Ya no se ocultaban bajo sus turbantes musulmanes y saltaba a la vista que eran blancos. Sin embargo, la multitud circulaba impasible por las callejuelas de la ciudad sin prestarles la menor atencion, por varias razones. Primero, porque el sol del desierto les habia curtido considerablemente y los dos francos tenian practicamente la misma tonalidad de piel que los abisinios cristianos, que por lo demas no son muy oscuros. En segundo lugar porque en Gondar vivian algunas docenas de extranjeros y sus habitantes ya se habian acostumbrado a su fisonomia: la mayoria eran griegos, armenios e incluso eslavos del sur, a quienes el Emperador habia ofrecido su proteccion tras huir del yugo otomano. Y por ultimo -aunque los dos viajeros tardarian algun tiempo en descubrirlo-, porque los abisinios no manifiestan nunca sus sentimientos ni hacen ningun gesto que pueda revelar su pensamiento. Fuera como fuese, el caso es que los dos amigos avanzaban por las calles de aquel fabuloso pais con una agradable sensacion de felicidad. El maestro Juremi, cuya barba tupida y canosa le otorgaba una apariencia de sabio, y Jean-Baptiste, a quien sus cabellos rizados y negros, su tez bronceada y su porte distinguido le daban un aire de joven senor, cabalgaban uno al lado del otro con cierto nerviosismo pero rebosantes de alegria.

Mientras ascendian al paso de sus caballos camino de palacio, las siluetas blancas de la multitud se apartaban para dejarles paso. Tanto los hombres como las mujeres iban ataviados unicamente con unas tunicas de algodon ajustadas a sus espigadas siluetas. Casi todos tenian un aire altivo y noble debido a sus rasgos refinados, sus grandes ojos negros y almendrados y su porte erguido. Por su parte, los esclavos, originarios de los paises vasallos, se distinguian al primer golpe de vista pues eran mas negros, estaban mas encorvados, de natural o por el peso de los fardos, y caminaban hablando a gritos entre ellos.

La ciudad estaba aun atestada de soldados que deambulaban por doquier armados con lanzas y petos de cuero, y tambien de prisioneros traidos de la ultima campana. Al pasar ante un descampado desierto y cubierto de hierba, que a todas luces era un campo de maniobras o un lugar de reunion, el maestro Juremi exclamo volviendose hacia Jcan-Baptiste:

– Eso explica los gritos que oimos anteayer.

Un grupo formado por unos veinte guerrilleros shangallas, cuyo pueblo habia perdido la batalla frente al Negus, imploraba piedad en la plaza. Unos estaban sentados en bloques de piedra y otros de pie, y todos tendian los brazos hacia ellos. Los cinco o seis que se hallaban en el suelo se cubrian la cabeza con las manos. Todos tenian en sus rostros negros dos manchas sangrientas en lugar de ojos.

– Asi se castiga a los traidores -dijo Hadji Ali.

El ejercito victorioso habia traido hasta alli a los jefes rebeldes y les habian arrancado los ojos, en virtud de una sentencia judicial que se habia ejecutado dos dias atras. Los gritos de dolor se habian oido por toda la ciudad, e incluso en la casa donde esperaban los viajeros.

Continuaron hacia palacio. Jean-Baptiste, que volvio la vista varias veces en direccion a aquella escena horrenda, reparo en que los viandantes no prestaban la menor atencion a aquellos pobres desgraciados. Si alguno de ellos, desde la oscuridad de su ceguera, avanzaba a tientas hacia un abisinio y se interponia en su camino, este daba un rodeo para evitarlo con discrecion y con tanta tranquilidad como si tuviera que esquivar un charco o ceder el paso a una bestia.

El palacio era casi invisible en medio de un enjambre de construcciones improvisadas y tiendas que lo rodeaban como si descansaran en sus murallas. Se trataba de un solido edificio de piedras labradas, con torres cuadradas en las esquinas, coronadas por unas cupulas ovaladas. Como Hadji Ali iba con ellos, pudieron franquear la gran puerta abovedada sin necesidad de hablar con los centinelas. Acto seguido descendieron de los caballos, confiaron sus monturas a un guardia y continuaron a pie por un corredor sombrio. Tras esperar brevemente en una antecamara glacial que olia a piedra, fueron conducidos hasta una sala de audiencia con dos ventanas que daban al patio. Alli les esperaba un grupo de unos diez personajes, todos ellos de pie y alineados contra las paredes. Hadji Ali hizo un profundo saludo, que sus companeros imitaron con todo detalle.

Uno de los proceres se descolgo del grupo para colocarse en medio de los otros. Vestia una capa negra bordada con hilo de oro y llevaba un collar de este mismo metal precioso. Tenia la cara redonda, el pelo corto y rizado, que nacia muy atras, y lucia una barba corta. Aunque no era tan alto como el maestro Juremi, debia de tener aproximadamente su edad. Poseia una voz poderosa.

– Pregunta -tradujo Hadji Ali- si sois francos.

– ?Y el quien es? -susurro Jean-Baptiste al interprete antes de responder.

– El ras Yohannes, el intendente general del reino, el hombre mas poderoso despues del Emperador.

– Si usted entiende por «francos» a los catolicos, entonces no, Excelencia, no somos catolicos. Somos subditos del Gran Rey Luis XIV, pero no del Supremo Pontifice de la Iglesia de Roma.

Durante estos dias de espera, Jean-Baptistc y el maestro Juremi habian tenido tiempo de sobra para meditar concienzudamente las respuestas que darian a las previsibles preguntas que les hicieran. Como no habia que temer que el padre De Brevedent se quedara patidifuso al oirles, ambos decidieron tomarse ciertas libertades con la religion catolica y desprestigiarla si hacia falta para dejar claras sus diferencias con respecto a los jesuitas. La estrategia era arriesgada, pero no mas que cualquier otra.

– ?Donde esta situado su pais de origen? -pregunto el ras tras una larga reflexion, ya que la respuesta de los extranjeros traducida por Hadji Ali parecia haberlo desarmado un poco.

– Mas alla de Senaar y de Egipto, Excelencia, al otro lado del vasto mar.

Jean-Baptiste era consciente de que, para los abisinios, la geografia de las tierras conocidas se reducia a estos dos paises. Los portugueses y los italianos les habian informado tambien de la existencia de otros pueblos, pero no atinaban a localizarlos en el espacio.

– Y en esas regiones, ?acaso hay tierras que no son gobernadas por esa persona que supuestamente es el jefe de la cristiandad?

Jean-Baptiste supo captar en esta pregunta el proselitismo de los jesuitas, que habian hecho valer la omnipotencia del Papa sobre Occidente cincuenta anos atras.

– Su Excelencia debe saber que afortunadamente hay muchos reyes. El Papa aspira a poder gobernar las almas, pero no gobierna los paises. Por fortuna, los reyes como el nuestro protegen en sus tierras a subditos de toda condicion, incluidos a los que no reconocen la autoridad del Papa.

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