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El Abisinio - Rufin Jean-christophe (бесплатные онлайн книги читаем полные .TXT) 📗

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El maestro Juremi, que calibraba sutilmente los peligros que suponia esta conversacion, y que sin duda no se habia recuperado de la impresion que le habia producido la terrible escena, a duras penas podia contener las ganas de frotarse los ojos a cada momento.

– ?Asi que ustedes no creen en la figura de Cristo? -dijo de repente otro procer, un anciano de considerable estatura tocado con un turbante rojo que se hallaba a la izquierda del ras.

– Creemos en El y veneramos su palabra -dijo Jean-Baptiste-, pero a nuestra manera y no como manda el Papa, aunque se muestre tan intolerante con nuestra doctrina como con la de ustedes y nos haya condenado implacablemente.

Todos los dignatarios alli presentes se turbaron al oir sus palabras e intercambiaron miradas sin perder su compostura majestuosa. Incluso se oyeron algunos murmullos.

– ?Son ustedes sacerdotes? -continuo preguntando el anciano.

– No, en absoluto.

– Sin embargo, tengo entendido que ustedes presumen de tener capacidad para curar.-Excelencia, solo pretendemos ser utiles a nuestros semejantes con la ayuda de las propiedades de las plantas y los animales que Dios puso en la tierra el dia de la creacion.

– Asi pues, ?usted piensa que se puede curar a alguien sin rezar por el?

– Los curas invocan los milagros, pero nosotros no hacemos milagros.

– ?No creen ustedes en ellos?

Jean-Baptiste le hubiera repetido de buena gana la misma respuesta que le dio al jesuita en su momento, pero opto por mostrarse prudente en la contestacion.

– Creemos en los milagros que hizo el Hijo de Dios y que asi nos revelan las Sagradas Escrituras, pero no tenemos constancia de otros.

– Sin embargo, hay hombres santos que tambien han hecho prodigios -dijo el ras.

– Tal vez -respondio Jean-Baptiste- nuestra fe no llegue mas alla. Estamos convencidos de todo cuanto dijo Cristo y que ha sido recogido en los Evangelios. Pero no podemos acatar con la misma sumision las palabras de unos simples mortales. Por ejemplo, no creemos que un santo convirtiera un dia al mismo diablo, ni tampoco que las plegarias de un monje enfermo y hambriento tuvieran el poder de hacer caer codornices asadas en su plato.

Jean-Baptiste aludio a los dos ejemplos que le habia dado el padre De Brevedent despues de haber leido la cronica de los jesuitas expulsados del reino abisinio, pues al parecer la historia del santo que habia vencido a Lucifer y la del monje proveedor de codornices habian sido motivo de controversia en el seno del clero copto. El discurso de Poncet altero visiblemente a la concurrencia. Todo parecia indicar que las palabras de Jean-Baptiste habian servido de acicate para despertar las grandes y profundas desavenencias entre los asistentes. El ras impuso silencio. Cuando todos se hubieron serenado, un hombrecillo dio unos pasos hacia delante, destacandose de los demas dignatarios. Iba ataviado con la tunica azafran propia de los monjes y sin duda veia muy mal, pues daba la impresion de que sus ojillos saltones miraban todo a traves de una telarana.

– ?Cuantas naturalezas hay en Cristo? -pregunto con una voz aguda.

Aquella cuestion esencial, discutida tantas veces por los jesuitas, ademas de ser el punto crucial que habia terminado escindiendo a las iglesias doce siglos atras, se revelaba en definitiva como un asunto teologico cuya complejidad era a todas luces inextricable. En el momento de preparar mentalmente el interrogatorio, a ninguno de los viajeros se le ocurrio reflexionar sobre esta cuestion, tal vez por considerarla evidente o delicada en grado sumo, o tal vez porque no se imaginaban que alguien pudiera plantearla tan abiertamente. El maestro Juremi miro a Jean-Baptiste, en cuyo rostro se dibujo una expresion de perplejidad.

10

– ?Cuantas naturalezas hay en Cristo? -repitio el monje.

En la sala reinaba un silencio sepulcral. Jean-Baptiste, que continuaba callado, era el centro de todas las miradas. Pero de repente reacciono, como subitamente inspirado:

– ?Cuantas naturalezas hay en Cristo? ?Pero monsenor, soy yo quien deberia plantearle a usted esa cuestion!

Espero a que Hadji Ah tradujera sus palabras antes de proseguir:

– Cada individuo en particular debe hablar unicamente de los asuntos que son de su incumbencia. Por ejemplo, yo soy medico, y mi amigo tiene la habilidad de preparar remedios. Nosotros solo somos duchos en el manejo de estas picas de hierro que los francos llevamos sujetas al costado y que se llaman espadas. Monsenor, puede hacernos cualquier pregunta acerca de las plantas o de las armas y nosotros trataremos de responderle. Sin embargo, la cuestion que nos plantea incumbe a la teologia y solo puede contestarla un teologo como usted. Por nuestra parte, estamos dispuestos a escuchar sus ensenanzas.

Jean-Baptistc concluyo su respuesta con una digna reverencia. Con su tocado blanco y una mano en el corazon miro al ras y a sus acompanantes con una franqueza desarmante.

En su fuero interno se hallaba al limite de sus fuerzas; se sentia como si hubiera bordeado un camino escarpado al pie de un precipicio. Aunque el corazon le latia impetuosamente y un sudor helado le recorria la espalda, hacia tremendos esfuerzos para que nadie advirtiera nada.

Sus explicaciones culminaron en un largo silencio. Solo se oian los lamentos de hombres y mujeres que llegaban a traves del patio, como un coro de gemidos.-Preparense para ver al Rey de Reyes -dijo finalmente el ras Yohannes con un tono solemne-. Dado que usted tiene la pretension de curarle y que Su Majestad tiene la bondad de someterse a sus prescripciones, seran admitidos en su presencia. No obstante, debo informarle de que nuestro Emperador no puede tener trato directo con cualquiera y menos aun con extranjeros. Asi que no podran tocarlo ni acercarse a el. Esto significa que unicamente veran y oiran al Emperador a traves de la persona por la que se expresa.

– Pero es imposible -exclamo Jean-Baptiste- Como quiere que…

El ras levanto la mano para indicarle que se callara.

– El protocolo es asi. ?Tiene usted el poder de curar, si o no?

Jean-Baptiste estaba desesperado por las condiciones que le imponian, no tanto por lo que se referia al tratamiento del monarca -Hadji Ali le habia descrito de forma aproximada el mal que sufria- como por la mision de su embajada. A la vista de la situacion, seria imposible hacerle llegar mensaje alguno.

El tono del ras no admitia replica, asi que Poncet no tuvo mas remedio que aceptarlo todo. Los dignatarios abandonaron la sala, y solo se quedaron los tres a la espera de la audiencia real.

– Tu no nos habias dicho nada de esto -dijo Jean-Baptiste, malhumorado, a Hadji Ali-. Entonces, ?no vamos a poder hablar con el Rey?

– En publico es inaccesible -contesto el camellero-. Es la ley; ni siquiera debe pisar el suelo. Llega montado en una mula y no pone el pie en el suelo hasta que ha llegado al extremo de la alfombra que se extiende ante su trono. Como la mula tambien camina sobre la alfombra, observaran que a menudo deja caer sus bonigas en medio de hermosos motivos persas. Pero no importa, aqui todos estan acostumbrados. Ademas, tienen suerte porque el ceremonial ha cambiado un poco. Antes era completamente imposible ver al soberano. Su abuelo aparecia dos o tres veces al ano y seguia las deliberaciones de su consejo a traves de un visillo.

– ?Y por que no habla?

– El protocolo es asi. Cuenta a su servicio con un oficial que duplica la funcion de cada uno de sus sentidos. El ojo del Rey le pone al corriente de todo cuanto ve en la corte. La oreja del Rey escucha para el. Hay el jefe de su mano derecha y el de su mano izquierda, para los ejercitos. Y ahora oiran al Serach massery, que repite en voz alta sus palabras.-?Puede hacer los hijos solo? -gruno el maestro Juremi.

– Seamos serios; no tenemos mucho tiempo -le dijo Poncet-. ?Quien es ese santo que no ha comido desde hace cincuenta anos? ?Tenemos que competir con el o ya ha sido despedido?

– Hace veinte anos que no come -dijo doctamente Hadji Ah-. ?Veinte anos! ?Ah! El Profeta no permitiria que ocurrieran cosas asi…

Se beso la mano y miro al vacio.

– No -continuo-, el Emperador le ha retirado su confianza.

– ?Estas seguro? -pregunto el maestro Juremi-. No es nuestra intencion quitarle el pan de la boca.

Poncet miro a su amigo con cara de enfado.

– Lo siento -dijo el protestante-, pero tanta espera me pone nervioso.

– Guardate las bromas para cuando nos arranquen los ojos -replico Jean-Baptiste, que tambien estaba bastante nervioso.

En aquel momento acudieron dos guardias en su busca, y los condujeron a traves de una serie de salas oscuras, pequenas, vacias y glaciales hasta la sala de audiencia. Era una vasta estancia cuya triple boveda descansaba sobre seis grandes columnas redondas dispuestas al tresbolillo. Los cortesanos estaban de pie, al fondo del recinto. El numero de proceres sentados crecia de acuerdo con los rangos mas proximos al Rey, pero como estaban en los laterales, el Negus no podia verlos. Esto tenia su razon de ser, pues el protocolo exigia que todas las personas estuvieran de pie en todo el espacio que abarcara su vista, aunque la audiencia se prolongase horas.

El soberano se hallaba al fondo, en una especie de alcoba, sentado en un trono que descansaba tambien encima de la alfombra, donde la mula lo habia conducido limpiamente, en esta ocasion. El Rey se encontraba a unos pocos metros de la primera hilera de cortesanos. Los extranjeros fueron conducidos hasta alli en medio de un gran silencio. Por las ventanas que daban al patio distinguieron claramente el rugido de los leones cautivos que habian hecho celebre al Rey de Reyes, y por el lado opuesto, el murmullo del coro de gemidos y lamentaciones humanas que los viajeros habian oido durante la audiencia con el rasta.

Tal como habian convenido en un principio, Poncet y su amigo imitaron meticulosamente todos los gestos de Hadji Ali. Una vez ante el soberano vieron que el camellero se ponia de rodillas sobre las losas de piedra y que luego se estiraba boca abajo cuan largo era, con las manos hacia delante. Ellos hicieron lo propio. Por falta de practica, el maestro Juremi avanzo mas de la cuenta antes de arrodillarse, de modo que al estirarse tuvo la mala fortuna de tocar la alfombra real con las manos, y dos oficiales le hicieron retroceder sin miramientos. Asi estuvieron prosternados hasta que «la boca del Rey» manifesto que el monarca les autorizaba a ponerse de pie ante su presencia para poder contemplarlo.

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