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El Abisinio - Rufin Jean-christophe (бесплатные онлайн книги читаем полные .TXT) 📗

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Yesu I, Rey de Reyes de Abisinia, aparecio ante ellos desde el pedestal de su trono de madera dorada y tapizado con telas indias. No distinguian con claridad su cuerpo, envuelto en un amplio manto escarlata, ni su rostro, pues sus cabellos largos cenidos con una diadema de muselina que se anudaba en la nuca le caian a ambos lados de las mejillas. Solo se veia su nariz fina y sus grandes ojos, inmoviles y brillantes. La boca se disimulaba entre los pliegues de un chai amarillo de seda dispuesto con holgura alrededor de su cuello.

El sonido de su voz apenas se oia cuando hablaba, pues era el oficial encargado de asumirla quien proclamaba con voz fuerte la sentencia real. Jcan-Baptiste advirtio que Hadji Ali no traducia durante la audiencia pues un dragoman abisinio, situado a la diestra de la «boca del Rey» tenia el cometido de verter al arabe el discurso oficial. La audiencia fue muy breve. El Negus corroboro su voluntad de seguir los consejos de aquellos extranjeros para aliviar el mal que sufria y del que no se revelo ningun detalle. Poncet entrego a la «mano derecha» del soberano el mensaje de parte del pacha de Egipto. El Rey de Reyes dijo que le alegraba constatar la buena predisposicion de aquel principe con quien mantenia relaciones comerciales, y que daba su consentimiento para que el patriarca de Alejandria le enviara al abuna, una figura imprescindible en la Iglesia de Abisinia.

La carta que leyo el dragoman era escueta aunque muy elogiosa. El pacha mencionaba en ella las aptitudes medicas de Poncet, quien a su vez dio fe de las cualidades del maestro Juremi, que no se mencionaban. El protestante confio a otro oficial el presente destinado al Rey. Habida cuenta de que viajaban en calidad de simples particulares, los boticarios no estaban autorizados a ofrendar presentes excesivamente ostentosos. Siguiendo el consejo de Hadji Ali, eligieron una caja cuyo interior albergaba un juego de navajas de afeitar con mango de marfil y un tapiz de Gobelinos de un metro por metro y medio aproximadamente, que representaba la caza de un ciervo. Estos obsequios desaparecieron detras de la alcoba en un abrir y cerrar de ojos.

Sin una palabra de agradecimiento, el Negus los despidio diciendoles que esperaba sus prescripciones para el dia siguiente. El rasYohannes, que se habia situado cerca del trono, agrego con tono amenazante que antes de administrar los medicamentos al Negus probarian primero sus efectos tres esclavos, y posteriormente dos oficiales. Tambien advirtio que cualquier anomalia en el procedimiento tendria graves consecuencias para los extranjeros, y por ultimo les manifesto que podian moverse con toda libertad por la ciudad y por el pais. Tambien podian hablar con quien les pareciera oportuno; ahora bien, si se les escapaba una sola palabra que pudiera interpretarse como un intento de propalar la fe catolica, inmediatamente les impondrian el debido castigo.

Se prosternaron de nuevo y abandonaron la sala, sudando y temblorosos como martires.

Regresaron a la casa del musulman amigo de Hadji Ali, pero antes de llegar un mensajero vestido humildemente fue hasta ellos corriendo. Cuando alcanzo a los dos extranjeros les hizo entender que recogieran sus pertenencias, las cargaran en las monturas y lo siguieran. Sus pertenencias pronto estuvieron recogidas pues Hadji Ali les habia robado todo; guardaron en unas alforjas las pocas cosas que aun conservaban, sus ropas europeas hechas andrajos, los libros que el moro no leia, el cofre de los remedios, y desde luego sus queridas espadas envueltas en unas telas. El hombre los condujo hasta una caseta de piedra adosada al recinto del palacio. Se hallaba en el extremo opuesto al lugar por donde habian entrado unas horas antes, y todo parecia indicar que en otro tiempo habia sido un antiguo puesto de guardia. Tras acceder por un estrecho corredor que terminaba en unas escaleras, subieron los peldanos detras del mensajero hasta que este se detuvo y abrio una puerta maciza accionando en una cerradura enorme. Acto seguido los insto a acomodarse en una habitacion de dimensiones modestas, con una gran ventana por donde entraba el sol desde la manana. El mobiliario consistia en dos camas de correas de cuero trenzadas, dos taburetes esculpidos en unos troncos de madera, una mesa y un vidrio roto como espejo.

La cuestion que ahora preocupaba a Poncet y a su companero era el destino de aquella enorme llave con la que se cerraba la puerta. Solo podrian sentirse realmente como en su casa si se la confiaban a ellos, porque de no ser asi significaria que estaban prisioneros. El mensajero la dejo en la puerta, pero no pudieron enterarse de nada mas puesto que no hablaba arabe.

Una vez solos se sentaron cada uno en su cama y se quedaron inmoviles y silenciosos un buen rato. El maestro Jurami dijo por fin:-?No tienes la impresion de estar como Jonas, en el fondo de la ballena y con pocas posibilidades de salir?

– Cada cosa a su tiempo -dijo Jean-Baptiste, estirandose-. Hasta aqui hemos superado todos los obstaculos y ahora debemos esperar los que vengan. En primer lugar, como Hadji Ali nos ha asegurado que el soberano padece el mismo mal que el, esta noche prepararemos los unguentos. Y luego ya veremos.

Empezaba a oscurecer cuando unos golpeenos en la puerta los despertaron. Habia poca luz y una sombra azul se colo desde la calle. El hombre que entro en la estancia era un joven de unos veinte anos, de baja estatura y muy delgado. Tenia el rostro deformado por las cicatrices de la viruela; la enfermedad habia maltratado su piel y abotargado sus rasgos, sobre todo la nariz, pequena aunque redondeada como una bola. A esto habia que agregar unos ojos negros inteligentes y vivos, asi como una boca sonriente y modales afables. Por estos atributos, y por sus cabellos negros ligeramente rizados, parecia el hermano malhadado de Jean-Baptiste.

– Me llamo Demetrios -dijo en arabe.

Enseguida advirtieron su acento extranjero. El joven les dijo que su lengua materna era el griego, pero ellos desconocian ese idioma. Tambien menciono que sabia italiano, y como los dos francos habian tenido oportunidad de aprenderlo en Venecia, continuaron la conversacion en esa lengua.

Demetrios se presento como un servidor personal del Emperador. Venia a sustituir a Hadji Ali, que no podia estar siempre con ellos debido a sus multiples ocupaciones, y se comprometio a estar a su lado tanto tiempo como quisieran. Si estas palabras las hubiera pronunciado cualquier otra persona, habrian pensado que se hallaban frente a su nuevo carcelero, pero el joven tenia un semblante tan risueno y tan amable que acogieron su platica sin desconfianza y hasta con cierto placer.

– ?Desean visitar la ciudad? Puedo llevarles a cenar o mandar que les sirvan la comida aqui.

Aun era temprano, y no habian visto practicamente la capital, de modo que aceptaron de buen grado salir con el guia.

Emprendieron el camino a pie, esta vez sin la compania de Hadji Ali. Los tres iban ataviados con las mismas tunicas, de modo que se hacian la ilusion de no ser extranjeros y de que podian moverse a sus anchas entre gente parecida a ellos. No obstante, Demetrios los saco de su error aunque sin dejar de sonreir.-Mientras yo este con ustedes no tendran nada que temer. Los sacerdotes no osaran asesinarlos.

Al oir sus palabras, los dos extranjeros empezaron a mirar a todos los viandantes con recelo. Pero la indiferencia parecia ser una caracteristica propia de los abisinios, pues cuando se cruzaban con los francos no volvian la vista ni los miraban con curiosidad. Habrian jurado que ni siquiera los veian.

De vez en cuando las callejuelas por donde circulaban se alargaban o cruzaban una arteria importante. Durante su recorrido se detuvieron para dejar paso a una larga procesion. Al frente del cortejo iban unos sacerdotes ataviados con una tunica escarlata y tocados con un alto bonete con bordados en hilo de oro. Llevaban en las manos grandes baculos adornados con un entramado infinito de cruces labradas y entrelazadas entre si. A sus espaldas iban los guerreros armados con lanza, escudo negro y faca al costado. Algunos lucian cintas estrechas de tela encarnada sujetas al brazo con un nudo. Demetrios les conto que se trataban de insignias de gloria y que cada una de las cintas representaba la muerte de un enemigo. En medio de aquellos soldados silenciosos y graves vieron el objeto al que aparentemente estaba dedicada la procesion. Un vigoroso abisinio, que rebasaba la cabeza a los demas, sujetaba, a modo del asta de un estandarte, una gran estaca en cuyo extremo se habia colocado traversalmentc un madero. Sobre aquella percha tan peculiar se elevaba una suerte de chaque de una tela oscura y sedosa con mangas y dos faldones hechos jirones, como las andrajosas ropas de gala con las que a veces se visten los mendigos. La extrana reliquia expelia un jugo rosaceo.

– ?Ah! Imagino que ahora van ustedes a indignarse -dijo Demetrios con su calida mirada.

– Parece… -dijo el maestro Juremi aterrorizado y con los ojos muy abiertos- una piel.

– Hay que entender cuidadosamente las leyes de este pais a la luz de todos sus matices -dijo Demetrios-. Aqui aplican castigos muy diferentes. Este que estan viendo sin duda les parecera muy raro, porque sanciona un delito que afortunadamente es considerado como tal. La ley establece que a los traidores se les arranque los ojos cuando son enemigos.

– Lo hemos visto.

– Bien, pues cuando se trata de amigos, de hombres de nuestro propio bando, o sea, de nuestra propia familia… la sancion consiste en despellejarlos vivos.

Jean-Baptiste y su companero dirigieron la mirada hacia el repugnante despojo que se balanceaba al viento y luego miraron hacia otro lado con un suspiro. La procesion acababa con un grupo de mujeres y de ninos sonrientes que batian palmas en silencio.

Los tres hombres siguieron su camino. Demetrios noto a los dos extranjeros muy afectados por lo que habian visto.

– Tranquilicense -les dijo-. Han llegado justo en el momento en que se ha terminado una campana victoriosa. Los prisioneros son castigados, los traidores desenmascarados y los valientes recompensados. Pero la vida no es tan animada todos los dias.

– Nos complace mucho oirle -replico el maestro Juremi-. Asi, cuando paseen nuestras pieles, tendremos el consuelo de saber que ofrecemos al pueblo una distraccion que no se ve todos los dias.

– ?Nunca pasearan sus pieles! -exclamo Demetrios sin poder contener su risa alegre-. Es completamente imposible.

– ?Y si falla nuestra medicacion? -pregunto Poncet.

– No pasara nada de eso. Ustedes son huespedes del Emperador.

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