Samarcanda - Maalouf Amin (читать книгу онлайн бесплатно полностью без регистрации txt) 📗
Por una ventana a su izquierda, el cadi, con una mirada experta, evalua la trayectoria del sol y se levanta.
– Es hora de ir al encuentro de nuestro soberano -dice.
Da unas palmadas.
– ?Que nos traigan algo para el viaje!
Porque suele llevar uvas pasas que va comiscando por el camino, costumbre que sus allegados y visitantes imitan. De ahi la inmensa bandeja de cobre que le traen, rematada por una pequena montana de esas golosinas color miel, de la cual cada uno se abastece hasta atiborrarse los bolsillos.
Cuando llega su turno, el estudiante de la cicatriz coge algunas, que tiende a Jayyam con estas palabras:
– Seguramente habrias preferido que te ofrecieran uva bajo la forma de vino.
No ha hablado en voz muy alta pero, como por encanto, toda la asistencia se ha callado, conteniendo la respiracion, aguzando el oido y observando los labios de Omar, que deja caer:
– Cuando se quiere beber vino, se escoge con cuidado al escanciador y al companero de placer.
La voz del de la cicatriz se eleva un poco:
– Por mi parte no bebere ni una gota. Quiero tener un sitio en el paraiso. No pareces deseoso de unirte a mi alli.
– ?La eternidad entera en compania de ulemas sentenciosos? No, gracias. Dios nos ha prometido otra cosa.
El intercambio de palabras se detiene ahi. Omar apresura el paso para unirse al cadi que le esta llamando.
– Es necesario que la gente de la ciudad te vea cabalgar a mi lado. Eso barrera las impresiones de ayer tarde.
Entre el gentio apelotonado en las inmediaciones de la resistencia, Omar cree reconocer a la ladrona de almendras disimulada a la sombra de un peral. Aminora el paso y la busca con los ojos, pero Abu Taher le hostiga:
– Mas deprisa. ?Ay de tus huesos si el kan llega antes que nosotros!
IV
– L os astrologos lo han proclamado desde el alba de los tiempos y no han mentido: cuatro ciudades han nacido bajo el signo de la rebelion, Samarcanda, La Meca, Damasco y Palermo. Nunca se sometieron a sus gobernantes si no fue por la fuerza; nunca siguen el camino recto si no esta trazado por la espada, y fue por la espada como el Profeta redujo la arrogancia de los habitantes de La Meca. ?Y por la espada reducire la arrogancia de la gente de Samarcanda!
Nasr Kan, Senor de Transoxiana, gesticula de pie ante su trono, gigante cobrizo cubierto de bordados; su voz hace temblar a allegados y visitantes, sus ojos buscan una victima entre la asistencia, unos labios que osen estremecerse, una mirada insuficientemente contrita, el recuerdo de alguna traicion. Pero, por instinto, cada cual se escurre detras de su vecino, inclina su espalda, su cuello, sus hombros y espera a que pase la tormenta.
Al no encontrar una presa para sus garras. Nasr Kan toma a manos llenas sus ropajes de gala, se los quita uno tras otro, los tira al suelo furioso y los patea vociferando una sarta de improperios sonoros en su dialecto turco-mogol de Kaxgar. Segun la costumbre, los soberanos llevan superpuestos tres, cuatro y a veces siete vestidos bordados de los que se van despojando a lo largo del dia, depositandolos con solemnidad sobre la espalda de aquellos que desean honrar. Actuando como lo acaba de hacer, Nasr Kan ha manifestado su intencion de no recompensar ese dia a ninguno de sus numerosos visitantes.
Sin embargo, deberia ser un dia de festividades, como en cada visita del soberano a Samarcanda, pero la alegria se esfumo desde los primeros minutos. Despues de haber remontado la carretera enlosada que sube desde el rio Siab, el kan efectuo su entrada solemne por la puerta de Bujara, situada al norte de la ciudad. Por su amplia sonrisa, sus ojillos parecian mas hundidos, mas oblicuos que nunca y sus pomulos brillaban por los reflejos ambar del sol. Y luego, subitamente, su humor cambio. Se acerco a unos doscientos notables reunidos en torno al cadi Abu Taher y dirigio al grupo con el que se habia mezclado Omar Jayyam una inquieta y aguda mirada, como recelosa. Al no haber visto, al parecer, a aquellos a quienes buscaba, encabrito bruscamente su cabalgadura con un seco tiron de las riendas y se alejo mascullando inaudibles palabras. Rigido sobre su yegua negra, no volvio a sonreir ni esbozo la menor respuesta a las repetidas ovaciones de los miles de ciudadanos congregados desde el alba para saludarle a su paso; algunos agitaban al viento el texto de una peticion redactada por algun memorialista. En vano. Nadie oso presentarlo al soberano y se dirigian antes bien al chambelan, que se inclinaba cada vez para recoger las hojas sin dejar de murmurar vagas promesas de darles curso.
Precedido de cuatro jinetes que llevaban en alto los oscuros estandartes de la dinastia y seguido a pie por un esclavo con el torso desnudo que sostenia un inmenso quitasol, el kan atraveso sin detenerse las grandes arterias bordeadas de tortuosas moreras, evito los bazares, cabalgo a lo largo de los principales canales de irrigacion llamados ariks hasta el barrio de Asfizar, donde se habia hecho acondicionar un palacio provisional a dos pasos de la residencia de Abu Taher. En el pasado, los soberanos residian en el interior de la ciudadela, pero los recientes combates la habian dejado en un estado de ruina extrema y hubo que abandonarla. Desde entonces solo la guarnicion turca levantaba alli a veces sus tiendas.
Al comprobar el mal humor del soberano, Omar habia dudado de ir a palacio para presentarle sus respetos, pero el cadi le habia obligado a ello, sin duda con la esperanza de que la presencia de su eminente amigo proporcionara una saludable diversion. Abu Taher se habia creido en la obligacion de aclarar a Jayyan lo que habia sucedido: los dignatarios religiosos de la ciudad habian decidido no asistir a la ceremonia del recibimiento porque reprochaban al kan el haber ordenado incendiar hasta los cimientos la Gran Mezquita de Bujara, donde se habia encerrado, armado, un grupo de la oposicion.
– Entre el soberano y los hombres de religion – explica el cadi-, la guerra es ininterrumpida, de vez en cuando abierta, sangrienta, la mayoria de las veces sorda e insidiosa. Se contaba incluso que los ulemas habrian mantenido contactos con numerosos oficiales exasperados por el comportamiento del principe. Sus antepasados, se decia, comian con la tropa y no perdian ninguna ocasion de recordar que su poder reposaba en la bravura de los guerreros de su pueblo. Pero de una generacion a otra los kanes turcos habian adquirido las desagradables manias de los monarcas persas. Se consideraban semidioses y se rodeaban de un ceremonial cada vez mas complejo, incomprensible e incluso humillante para sus oficiales, con lo que muchos de estos estaban en tratos con los jefes religiosos. No sin placer, les escuchaban vilipendiar a Nasr, acusarle de haberse alejado de los caminos del Islam. Para intimidar a los militares, el soberano reaccionaba con extrema dureza contra los ulemas. Su padre, un hombre piadoso sin embargo, ?no habia inaugurado su reino cortando una cabeza tocada con un gran turbante?
En este ano de 1072, Abu Taher es uno de los escasos dignatarios religiosos que mantiene una estrecha relacion con el principe, lo visita a menudo en la ciudadela de Bujara, su residencia principal, y lo recibe con solemnidad cada vez que se detiene en Samarcanda. Algunos ulemas ven con malos ojos su actitud conciliadora, pero la mayoria aprecia la presencia de ese intermediario entre ellos y el monarca.
Una vez mas, el cadi va a desempenar habilmente ese papel de conciliador, evitando contradecir a Nasr y aprovechando la minima mejoria de su humor para inducirle a sentimientos mas bondadosos. Espera, deja que transcurran los minutos dificiles y cuando el soberano se ha sentado en el trono, cuando al fin lo ve con los rinones bien arrellanados en un mullido almohadon, comienza sutil e imperceptiblemente a enderezar la situacion, observado con alivio por Omar. A una senal del cadi, el chambelan hace venir a una joven esclava que recoge los vestidos tirados por el suelo como cadaveres despues de la batalla. De entrada, el aire se hace menos irrespirable, los presentes se desentumecen discretamente piernas y brazos y algunos se arriesgan a susurrar algunas palabras al oido del mas proximo.
Entonces, adelantandose hacia el espacio despejado en el centro de la habitacion, el cadi se coloca frente al monarca y baja la cabeza sin pronunciar una sola palabra. Tanto es asi que al cabo de un largo minuto de silencio, cuando Nasr termina por lanzar, con un vigor tenido de hastio: «Ve a decir a todos los ulemas de esta ciudad que vengan al alba a prosternarse a mis pies; la cabeza que no se incline sera cercenada; y que nadie trate de huir, porque no existe tierra fuera del alcance de mi colera», todos comprenden que la tempestad ha pasado, que una solucion esta a la vista y que basta con que los religiosos se enmienden para que el monarca renuncie a castigar con rigor.
Por eso, al dia siguiente, cuando Omar acompana de nuevo al cadi a la corte, la atmosfera es irreconocible. Nasr esta sentado en el trono, una especie de cama-divan, en alto, cubierto con un tapiz oscuro, cerca del cual un esclavo sostiene una bandeja con petalos de rosa confitados. El soberano escoge uno, se lo pone sobre la lengua y lo deja deshacerse contra el paladar antes de tender la mano indolentemente hacia otro esclavo que le rocia los dedos con agua perfumada y se los seca con diligencia. El ritual se repite veinte, treinta veces mientras las delegaciones desfilan. Representan a los barrios de la ciudad, principalmente Asfizan, Panijin, Zagrimax, Maturid, las corporaciones de los bazares y las de los oficios, caldereros, comerciantes de papel, sericultores o aguadores, asi como las comunidades protegidas, judios, guebros y cristianos nestorianos.
Todos comienzan por besar el suelo, luego se levantan, saludan de nuevo con una prolongada zalema hasta que el monarca les da la senal de incorporarse. Entonces su portavoz pronuncia algunas frases y se retiran todos andando hacia atras; en efecto, esta prohibido volver la espalda al soberano antes de haber salido de la habitacion. Una curiosa practica. ?La habria introducido un monarca demasiado cuidadoso de su respetabilidad? ?Algun visitante particularmente desconfiado?